Mi abuela Aurora era una mujer bellísima,
su estilo sobrepasaba el escenario de nuestra existencia y tenía una profunda
noción de la elegancia. Además tenía un don especial con las plantas y hablaba
de los claveles antiguos y de las rosas de terciopelo, de las aspidistras, los
helechos verdes y los chilindros como si fueran sus hijos, también sabía lavar
con pericia a los recién nacidos.
Por las tardes, después de la comida, a la hora de la siesta, le salía su voz más sincera, nunca se engañó, y su
compleja personalidad daba paso a la realidad más cierta. Me hablaba de lo
bueno y lo malo y me avisaba de las cosas que en la vida podían hacerme daño. Posteriormente
he encontrado ese concepto de “avisar” en teóricas del feminismo, ella no lo
conocía por ninguna lectura sino que lo ejercía con el poder que da el saber de
la experiencia. Y me avisaba de quiénes eran las gentes que podían herirme.
Su existencia estuvo rodeada de tabúes
y de la idea de perfección, a ella le debo que me empecine tanto en mis
escritos, que los repase una y mil veces y que considere el tiempo de la
corrección como una gimnasia digna para conseguir la excelencia.
Podría decir de ella, por ejemplo, que fue una víctima de la ausencia de
perspectiva de género en la maldita guerra, pero todas las cosas serían
vagamente vulgares frente a su ser aristocrático. Su nombre era hermosísimo y hondo; y
vagaba por la casa leal a sus males, a su incapacidad de llorar porque ya
había llorado bastante, atareada en sus exquisitas acciones que parecían inútiles y que, sin
embargo, nos centraban en la verdad insoslayable de los actos. No había palabra
acomodaticia, sólo nombres absolutos, verbos con la intensidad de un pozo.
Ensimismada, valiente, elaboraba la versión que no sería versión sino verdad, inconformista en sus quejas, la vida pasaba sobre ella regalándole
minutos eternos. No tenía fe en el género humano, afortunadamente contaba con
la ternura que mi hermano, el más cariñoso de la familia, sabía darle. Juntas
escribíamos los crismas en Navidad y discutíamos largo y tendido sobre lo que
debíamos poner en cada tarjeta, ella se inclinaba por el contenido clásico, por
las convencionales felicitaciones, yo quería innovar. No se creía las grandes
frases, medía a los hombres y mujeres por sus hechos y desconfiaba de los que
tenían buenas palabritas.
Ayer soñé con ella, la veía en un
chiringuito de Málaga comiendo chanquetes con ensaladilla de pimientos asaos y
llevándose la servilleta de tela simplemente porque le había gustado el tacto y había olvidado desprenderse de ella. La veía rodeada de orquídeas diciéndome
que era feliz y yo comprendía que era cierto porque estaba quitando las malas
hierbas. Cada vez que cojo un taxi de madrugada, cada vez que evito un peligro, me acuerdo de sus consejos. Seré precavida, bueno, pero me enseñó a cuidarme.
Luego escribo, leo y releo lo escrito para que se haga fácil lo que realmente
es complicado: la sencillez. Y sé que la sencillez es una fuente clara.
Y su cara hermosa, su piel extrablanca,
me dice que ella es lo más cerca que he estado nunca de una princesa. O cada
acción era excelente o no era, así, como un lirio, tiene que ser la página. Y
mientras me examino a mí misma, me digo: “tú podías haber dado más, lo podías
haber hecho mejor.” Y viene ella envuelta en amorcillos, resuelta como una buena amiga, diciéndome: “Ya está bien, Salvi. Ya está bien.” Entonces descanso
porque, por fin, acaricio la precisión de la bondad.
Aurora Díaz Morales |
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