Existe una forma sutilísima de maltrato
que consiste en no dejar hablar a los demás, en cortar su decir porque así se
desea, y su deseo es menospreciar al
dicente. A mí me molesta mucho que seres fornidos en ideas clarísimas y
dogmática voz se dediquen a esta tarea de la no escucha, del no respeto.
Casi siempre se trata de elementos que
consideran su voz y su razón por encima del resto y no muestran ningún
miramiento por la persona que está en el trance del habla. Son gentes que con
sus gestos grandilocuentes y sus manotazos al aire espanta el decir de los
otros.
No tienen paciencia con otro ritmo que
no sea el suyo propio ni esperan descubrir algo preciado en la narración que
acallan con muy mala educación. Yo me alejo de esos tipos que exigen la escucha
eterna para sus palabras y profesan la impaciencia sin límites ante las
explicaciones de otro hablante que no sea él.
Son bañistas solitarios que no conocen
la sincronía ni la buscan, nadadores que quieren todas las aguas para ellos,
dialogadores superfluos de teorías huecas y que no ejemplifican con su silencio
ni con su hacer aquello que predican. Acaparadores de sílabas, charlatanes sin
pausa que desdeñan cualquier cantar que no sea el suyo. Enemigos de la
heterodoxia y del placer de la tertulia porque lo que siempre pretenden es
escucharse sólo y exclusivamente a ellos mismos.
Alejémonos de esos alborotadores de la
nada, habladores sin límites que transportan la nada en su cháchara
incoherente, enemigos del diálogo y de construir la sensatez porque ellos son
los eternos y absolutos decidores de la última palabra, que suele ser vacua e
intrascendente. Conferenciantes de lo superfluo que exigen para sí la
veneración de un santo, sin intuir mínimamente que lo bonito es la escucha
atenta y el crecimiento que se genera cuando vinculamos nuestras intervenciones
como si fuera una danza. En fin: avaros de los nombres y verbos, egoístas de la
lengua.