Se empieza queriendo pertenecer a un
grupo y para ello se hacen mojigangas, pequeños chistes, tirando del humor hasta
ver dónde para la risa. Es el gracioso de turno, el ocurrente que va
conquistando audiencia hasta que un buen número le ríe las gracias. Y entonces
es el acabose, el dicharachero continuo, el que le saca punta a todo y, feliz. la
risa sin fin le arropa, le acaricia hasta olvidar cuál fue su primer
chascarrillo. Lo que todo el mundo sabe es que es sagaz, rápido, y de tanto
reír hace llorar.
A mí esta clase de tipo me recuerda a
la obra teatral Lorenzaccio de Alfred
de Musset, una obra que leí en los años de juventud y que analizaba a la sombra
de la deconstrucción, que se llevaba mucho por aquellos días. Recuerdo cómo me impresionó
la noción que tenía el protagonista de la “máscara”, la careta al puro servicio
de la ambición personal, sin vergüenza alguna, con frialdad máxima. Ese era un
tema querido por los filósofos postmodernos y charloteabammos imaginando
teorías como si fuéramos el mismísimo Barthes o Foucault.
Comprendí que la máscara es la topografía del
cinismo, el lugar por donde se mueve la comedia irrisoria, la jocosidad
constante del que todo se lo toma a chufla, la causa del histrión que nunca es aparentemente única ni transparente.
¿Se imaginan que alguien se atreviera a
entrevistar al sujeto de las bufonadas? Quedaría estupefacto si el Sonriso, en
vez de lucir su flamante personalidad de donaire y burla, permaneciera helado,
inusitadamente serio, andando con pies de barro, haciendo reflexiones
aparentemente geniales y en bucle, sin fin, como todo en él. Confesando alguna
pertenencia remota e increíble a cierta honestidad. Se nos cuajaría la sangre
de miedo al escuchar la risa sardónica de sus simpatizantes, nos moriríamos de
risa. Ese es el siguiente paso de la escala: helar, que los cuchillos puedan
cortar el aire.
Por eso, gota a gota hay que horadar la piedra
del humor con el agua que propicia nuestro propio saber quiénes somos y a dónde queremos
ir, con la sincera intención de no reírnos de los chistes del sátiro.
Pues bien, estos son los campos del
cinismo, la huerta de los corazones de piedra, la extravagancia del que no
quiere perder pie en el zaherir por el zaherir. ¿Cómo le quitamos esa careta
que se ha cuajado en su rostro siendo su rostro mismo? ¿Cómo hacemos que cambie
esa risa afectada que ya, a estas alturas es mofa, burda mofa? ¿Cómo le hacemos
comprender que es un ser anticuado?¿Cómo le decimos que la seriedad no es un
gesto adusto y dejarse mecer por los brazos incoherentes del todo vale?
Sencillamente: No actuando lo mismo que él, que la risa sea horizontal y
participativa, que no humille; a ver si sirven de algo las neuronas espejo.