sábado, 28 de mayo de 2022

Elecciones

 


Que hayamos perdido la conciencia de clase, que la hayamos dejado atrás como un peso que nos ahogara y que hayamos cambiado el deseo de honestidad, para nuestros hijos e hijas, por el de progreso voraz, no se sabe muy bien hacia dónde, dice de nosotros, los andaluces, más de lo que imaginábamos en los años en que exigíamos la autonomía.

 

            Y ahora escuchamos voces altaneras y militaristas con estética de Falange y retórica estertórea que vienen a enseñarnos, a demostrarnos, que nos hemos convertido en una sociedad de desclasados, que admira el caballo, la corbata y el ademán de lo que antaño llamábamos “señoritos”. Y que haya personas que quiere ser eso, señorito, nos llena de tristeza.

 

            Se juega mucho en las elecciones andaluzas, se juega salir de una vez del estereotipo decadente o apostar por lo rancio. Se juega que edifiquemos nuestros días según los consejos de nuestros poetas y poetisas del 27, que han demostrado lo que es dar luz a un pueblo o, por el contrario, que además de la conciencia de clase perdamos también la consciencia sin más, y no sepamos mirar alrededor para situarnos realmente y apostar por ser un pueblo que ama la dignidad.

 

            Vienen gentes de fuera a decirnos lo que tenemos que hacer, con el folklorismo más estridente y bellaco, rayando en la caricatura. Y nosotros debemos estar preparados para no dar un paso atrás que significaría la mayor de las derrotas.

 

            Nos está quedando un mundo que da frío, con la división tajante, con la extrañeza y la revalorización de la palabra “enemigo”. Seamos por una vez maduros y meditemos que quiere decir hacer cosas buenas y humildes, algo que no entra en la sintaxis atropellada del dinero y sus ansias. Volvamos a nuestros orígenes, recapacitemos sobre la intolerable caída que supondría caer en el discurso de la nada y sus beneficios. Seamos como aquellos que defienden cuidadosamente cada día que viven y se esfuerzan, ya desde la alborada, en no hacer daño a nadie, pero que no permiten, democráticamente, alojarse en los escenarios de lo caduco, en lo que ya hace siglos deberíamos de haber superado: la nostalgia cómoda del dinero que nunca hemos poseído. No podemos regar nuestros campos, ahora, con el capricho de ser seres monetarios en vez de  gente con alma que sabe, a ciencia cierta, donde está su lugar en la tierra y quiénes son los que de verdad la defienden. Desenmascaremos en las urnas a los Pinochos y las Pinochas.





sábado, 21 de mayo de 2022

Angustias: Poema Océano

 


He aquí la historia de cómo entró la Diosa Pedantería en la ciudad:

         Una mañana, muy temprano, se despertó el fantasma de Angustias, antigua trabajadora del centro comercial Simago situado en la calle Jesús y María, enfrente del Teatro Góngora. Digo que se levantó el fantasma de Angustias y como todos los días laborables se fue a trabajar a dicha macrotienda con toda la honestidad posible en un tiempo en que a las pescadas se les quitaban los ojos para que los clientes no supieran si estaban o no frescas.

 

         A Angustias le daba igual que Simago llevara cerrado un porrón de años, también le daba igual ser una fantasma, ella era una cajera responsable más allá de la muerte y permanecía fiel a su labor tanto como a su tinte Rubio Apalache 530 con vetas amarillas nicotina.

 

         Angus, para las amigas y compañeras, llevaba años buscando el amor de su vida. Ella pensaba que el ideal era un dependiente del Corte Inglés de la sección de ropa de caballero, concretamente de trajes azules de Emilio Tucci. Pero por más que lo intentaba, y mira que se ponía a tiro, no conseguía llamar la atención de ninguno. Así que se conformó con salir con un reponedor del Mercadona que era fantasma igual que ella, pero un fantasma muy simpático que le traía los sábados por la tarde etéreo helado de turrón, que ambos devoraban mientras veían conciertos de Rapael en viejos videos del antiguo régimen. Rapael, que todo hay que decirlo, es un cantante fantasmagórico.

 

         Pues bien, una mañana de lunes, desasosegada como estaba la pobre Angus, llegó envuelta en una sábana ultrablanca a su puesto de trabajo y las demás compañeras de infortunio le preguntaron cómo le había ido el finde. Y ella contesto:

         -He estao todo el tiempo con la pipa hincá en el escay sin dejar de darle vueltas a mi vida. Quiero un cambio radical, estoy harta de ser una fantasma y de llevar el mismo tinte rubio apalache 530 desde que me salió la primera cana.


         En eso que entró en el supermercado un hombre muy culto a comprarse una corbata verde monarquía. Angus muy amable le preguntó que como había ido la obra de teatro que representaban en el Góngora, se ve que lo conocía. El hombre culto dijo: “La verdad es que no lo sé, me salí a la mitad.”


         Angus creyó ver en su respuesta un atisbo de pedantería, pero inmediatamente se pasó la mano por la frente como queriendo borrar un pensamiento demasiado crítico. El hombre debía de saber de lo que hablaba, llevaba perilla, un rasgo característico de los inteligentes, según ella.

 

         En fin que aquel lunes después del hombre extraordinario y medio culto, le cobró a un guapetón, que se lo tenía creído, un libro extraordinario, se trataba de La Cena, obra de Jean Claude Brisville estrenada en el teatro Monparnasse en 1989. A esa representación me consta que fueron la activista ecologista-feminista Carmela Román y la gran escritora Salvadora Drôme.

 

         Quiero decir que aquel guapetón que se lo tenía creído era otro trabajador fantasma de los centros comerciales, este portaba el uniforme de los empleados de Carrefour. Tal vez por eso le gustaba la literatura francesa o no, tal vez todo era postureo. El caso es que le propuso a nuestra Angus que se vieran en las afueras de la ciudad, en un lugar que ahora no puedo nombrar porque entonces se notaría que sé demasiado, ¡ea!, como si yo misma fuera una gestora cultural que lee los libros hasta el final.


         Angus se desparramó de contenta y supuso que por una vez en su vida de fantasma estaba en la no-muerte, así que robó del almacén un par de botellas de Moët-Chandon y se fue a la encrucijada sexual que le proponía el empleado de Carrefour sesión de electrónica y televisiones de plasma. Este empleado se llamaba Paul, le gustaba el fútbol, era portero del Anderlech y cuando tenía que parar un penalti el público le gritaba: “Páralo Paul, páralo Paul, páralo Paul.” Además era aficionado a la arquitectura y tenía su cuarto lleno de maquetas que, según él, representaban contenedores culturales. Este Paul le dio un beso de la duración de un milagro. Más tarde, con el tiempo, dejaron de follar y se dedicaron a coleccionar citas de Charle Bukowski y de Kerouac y a dar largos paseos en barca por el Guadalquivir donde fue rezumando poco a poco toda la pedantería posible de imaginar hasta llegar esa pedantería, como la humedad, al Centro de Arte Contemporáneo C3PO.

 

         Así fue como a través del fantasma de Angus se instaló en la ciudad de Córdoba una particular forma de hablar como si todos fuéramos del Greenwich Village de Nueva York o de la Rive Gauche de Paris. Mientras todo esto pasaba el fantasma de Carlos Cano cantaba en la Plaza de San Agustín y la tarde se llenaba de buganvillas y churros, mucho churros, millones de churros que empezaron a comerlos los japoneses y se les pusieron cara de cordobeses raros. Y empezaron a decir olé. olé, viva el flamenco y viva tu tía. Mientras los cordobeses de verdad detestaban el salmorejo porque ya estaban hartos del reflujo a ajo y citaban a Virginia Woolf como si fueran del mismísimo Bloombury. Sí, sé que todo esto fue un sueño o una pedante pesadilla. Por eso me despido. Adiós querido público, que me muero de sed y ha llegado la hora del vermú. Pero antes quiero deciros que la Pedantería se ha convertido en un concepto performativo con muchos adeptos en esta bendita ciudad, conque cuidado con quien habláis que cualquiera os puede enredar.


Este Poema Océano fue leído en la coctelería Distrito, jueves 5 de Mayo de 2022



sábado, 14 de mayo de 2022

Los Viajeros Pudorosos


 

                                                           Para Elsa García y Javier Morales, compañeros de viajes.

 

Los viajeros pudorosos suelen llevar sombreros

con hermosas plumas verdes y pañuelos añiles para secarse la frente.

Ellas portan pesadas cámaras fotográficas, trípodes y medidores

de la luz vespertina.

Ellas y ellos bajan a la piscina en albornoz

y les gusta escuchar a saxofonistas

mientras nadan entre azulejos y brillos, reflejos y delfines

pintados en el fondo.

Al medio día toman un Dry Martini y compran guías turísticas

que nunca leen.

Las viajeras pudorosas escriben postales diciendo que son felices

y regalan delicias turcas de confiterías exquisitas,

también toman helados de pistacho o de fresa.

Los viajeros pudorosos nunca traspasan sus fronteras

y sólo tienen sed de bosques y

de chorro de agua y caballos blancos

que se llaman y no responden, porque son salvajes

como los poemas de las mujeres

que viven en las calles no asfaltadas.

Estos viajeros se hacen retratar junto al silencio del valle

o descansan mientras contemplan el pantano de Iznájar

o juegan al póker o van al cine de verano

o, simplemente, echan la siesta en la hamaca

sin ganas de llevarle la contraria a nadie.

Están siempre pendientes del vuelo de las aves,

de la altura de las torres, del acento de los decires,

del olor a anís que abruma en las noches serenas.

Los viajeros pudorosos y, también, las viajeras

sólo viajan por el placer del regreso:

el placer de contar el viaje a su manera.


En esta antología, publicada por la Diputación de Córdoba y dirigida por Jacob Lorenzo, colaboro con dos poemas. Este de arriba es uno de ellos.









 

 

                                               

sábado, 7 de mayo de 2022

Bibliotecas: embajadas de la imaginación. Discursillo pronunciado el 23 de Abril de 2022. Invitada a la actividad organizada por LIBRO LIBRE en la sede de la A.V. Valdeolleros

 



 

Siempre recordaré el momento en que mi primo Paquito Eduardo, de pelo ensortijado y fantasía desbordante, me dijo que a nuestro barrio de Campanillas, en Málaga, venía un coche lleno de libros para que nosotros pudiéramos leer lo que se nos antojara. Yo imaginé que se trataría de una furgoneta blanca conducida por un hombre eficiente que sabría darnos el libro que pedíamos. Pero la realidad supera muchas veces o casi siempre a la imaginación, y mis expectativas se encontraron colmadas la tarde que fui al punto de encuentro, y vi que se trataba de un autobús que imitaba a una sala rectangular de cualquier biblioteca de verdad. Se trataba del Bibliobús de paredes recubiertas de interesantes ejemplares. No podía con la emoción. Y así, nerviosa, empecé a leer títulos a ver cuál me interesaba. Cogí una historia de los indios de América y las aventuras de un monstruo bueno: el yeti. De repente mis coordenadas provincianas quedaron pulverizadas y me convertí en una cosmopolita de pro que lo mismo  frecuentaba el continente americano que el Tíbet. Ese fue el primer contacto con una biblioteca y lo recuerdo como uno de los días más felices de mi vida, la noche anterior no conseguí pegar ojo, la puerta de la aventura se abría de par en par y, además, sin pagar un duro, gratuitamente. Los libros entraron en mi casa con la vocación de quedarse y hacernos más ricos espiritualmente. Todos los niños y las niñas que frecuentábamos el Bibliobus, que hacíamos cola a sus puertas teníamos un pasaporte para entrar, un carnet que nos identificaba como lectores y lectoras, éramos unos humanos especiales que habíamos recibido el salvoconducto que nos convertía en la ciudadanía de una república generosa: la república de los libros. El carnet aseguraba nuestro carácter de lector, nuestra identidad como amantes de las letras.

 

         Fue por aquel tiempo que le pedí a mi madre que me echara para Reyes una mesa y una silla puesto que había decidido ser escritora, y fue por aquel tiempo cuando decidimos mi primo Paquito Eduardo y yo que compondríamos un libro sobre las suegras, defendiéndolas de los insultos cotidianos, pues había observado que eran injustamente tratadas. Ese libro lo escribiría yo y lo ilustraría mi primo y en él estuvimos trabajando durante mucho tiempo mientras mi hermano intentaba sacarle alguna melodía a la guitarra que nos tocó en una feria. Como ven nuestra vida intelectual era abundante. Y la llave de ese país de la abundancia era el Bibliobús que llegaba a su cita cada semana lloviera o hiciera calor, allí estaba la bibliotecaria y el chofer para hacernos felices.

 

         También teníamos la presencia de nuestra bisabuela que era una biblioteca andante, que recitaba chascarrillos y romances de su invención, la presencia de mi tío que era un excelente narrador y las visitas a mi abuelo Francisco que nos enseñaba que la realidad era dura, pero que podía ser menos dura si uno se desahogaba contándola. Fue a los siete años cuando nacieron mis primeros versos:

 

No llores mi madre

No llores mi madre

Pues yo que te quiero

No puedo verte lloras

No llores mi madre

Que me haces llorar.

 

         Como se ve tenía cierto sentido del ritmo y el comienzo de una temprana sororidad. Ese punto de vista nunca lo abandonaría: la conciencia de que las mujeres eran tratadas con desigualdad incluso en la literatura. La conciencia de que en mi querido autobús lleno de libros eran pocos los firmados por autoras, esto es fácilmente observable para cualquier lectora de títulos como era yo, que me pasaba los minutos eligiendo aventuras según me sugerían esos títulos que me llevaban a países lejanos, muy lejanos de una realidad pacata que era los últimos resuellos de la dictadura de Franco.

 

         Y de pronto sucedió algo extraordinario: nos hicieron un colegio nuevo y en él, dentro de él, albergaron un estómago de letras, pusieron una biblioteca escolar, que para mi gusto estaba infrautilizada, pues casi nunca podíamos entrar a ella. Recuerdo una vez que nos dejaron pasar, recuerdo a un amigo muy especial que se reía a carcajadas leyendo Mortadelo y Filemón. Pero yo enamorada ya de los libros, siendo una pequeña letraherida, tenía un ansia de lectura infinita.

 

         Y de nuevo pasó algo extraordinario: fui a estudiar el bachillerato a Málaga capital y, de nuevo encontré otra biblioteca hermosa: La que estaba sobre las actuales ruinas romanas. Por supuesto que me hice el carnet necesario y saqué novelas y novelones como Crimen y castigo de Dostoievski o la obra teatral El Abuelo de Benito Pérez Galdós. Era una biblioteca muy peculiar, a la entrada había una réplica de El duelo a garrotazos de Goya, y me quedaba extasiada contemplando ese cuadro que tan bien escenifica el defecto patrio de la sinrazón y la lucha entre hermanos, la envidia y la crueldad. Dentro del edificio había una especie de bodega de mentirijilla que a nosotras nos parecía tan natural que estuviese allí, era una especie de homenaje al vino dulce, sentada en ese pasillo, mi amiga Ana María y yo leímos a Juana de Ibarbourou; ya que había en sus fondos pocos libros de escritoras nosotras cuidábamos los que encontrábamos y lo recitábamos conjuntamente. Siempre me gustó ese edificio grande y con un bibliotecario que parecía un personaje de Tomeo.

 

         Pero había otra biblioteca más en la ciudad: La biblioteca de la diputación de Málaga cerca de la Acera de la Marina. Era un establecimiento de tres plantas, creo recordar, con una hemeroteca y una biblioteca infantil de hermosos colores y la biblioteca propiamente dicha que poseía escalerillas para subir a lo más alto de sus anaqueles. Sobre una escalera de esa, escondido entre una multitud de libro encontré el poemario de Las Canciones de Bilitis firmado por Pierre Louys y que hablaba del elegante don del amor entre mujeres. Ya no tendría solo para identificarme la prosa de Marcel Proust y su En Busca del Tiempo Perdido, sino que hallé versos donde pude reconocerme.

 

         En aquellos años apareció en mi vida un personaje importante, se trataba de Laurentino Heras un cura relacionado con la HOAC que me animó a publicar mis primeros escritos. Con él íbamos recitando por los barrios de Málaga y aprendimos que el público, cualquier público, es un aliado para el placer de la lectura. Querría compartir algunos versos de aquellos años:

 

(Leo algunos poemas de Zyriab, mi primera publicación)

 

Y seguirte por los pasillos

Don Serapio

 

         Historias que vieron la luz gracias a los ahorros de mi hermano que actuó de mecenas. Prometo entregar varios ejemplares a Libro Libre en cuanto me lo traigan de mi casa familiar. Y es que después de publicar me dio tanta vergüenza que los escondí para que nadie pudiera verlos. Sin saberlo comenzaba a padecer el síndrome de la impostora.

 

         Pero seguí escribiendo a pesar de no reconocerme a mí misma mis propios esfuerzos. Y la literatura era una envoltura suave, una patria para las mujeres condenadas a no tener patria. Una patria de mar y de sal, de sofisticada y a la vez sencilla biblioteca como es el caso de la existente en el centro George Pompidou de Paris, que conocí a los 19 años y en las que vi y pude teclear el primer ordenador. Eso sucedía en Julio de 1982. Todos estábamos eufóricos, hasta quienes no tenían plenos derechos como yo y mi lesbianismo. Así que me puse a escribir un diario de amor y fruición al estilo de Dante pero en clave sáfica. Ese libro lo publiqué sin darme cuenta y ahora está depositado en la Biblioteca Nacional como tantos otros. Se titula Carcaj. De él voy a leer varios poemas:

 

-Varios Poemas cortos

-Carencia

 

         Y la carencia de libros se convirtió para mí en la más grande de las penalidades, porque solo las letras nos acompañan cuando todo nos abandona. Y es que las letras y las bibliotecas, en particular, son el lugar de la compañía cuando todo nos falla, el lugar del silencio sembrado de imaginación, la almáciga de los versos, el pozo de donde sale el agua que después posibilitará el intercambio. Siempre me he sentido bien en una biblioteca pública, como si estuviera en mi casa, muchas veces mejor que en mi casa, allí he sentido que mi estatus de ciudadana cobraba verdad, una verdad inopinable, nada relativa, una verdad como la luz del amanecer, un sitio donde siento el orgullo de estar, y es que sé que esa casa de los libros es mi más hermoso refugio donde se siembra en mi alma la bondad de los otros y donde entablo conversación con los muertos.

 

         Y desde una de esas bibliotecas, la universitaria de la Facultad de Filosofía y Letras de Granada vi hermosos atardeceres y descubrí La vista de Delf del pintor holandés Vermeer. Allí donde los estudios se me hacían tan cuesta arriba porque mi ser juvenil estaba atareada con otras preocupaciones y exigencias conocí la historia de Tristán e Isolda de Béroul, El Malentendido, El Mito de Sísifo de Camus, la versión francesa de Un amor de Swann o la llegada de mujeres como Margarite Duras, Margarite Yourcenar, Nathalie Sarraute o Julia Kristeva. Mujeres que serían ejemplo para mi vida y de las que imitaría su valentía, su saber y sus vicios.

 

         Pero en Granada había otra biblioteca hermosa, la del paseo del Salón, la que antes fue casino frecuentado por García Lorca, el gran poeta, el indiscutible intimista que se expone. Y allí, entre libros, estaba por estar, por simplemente ser un ratito en el pasado como otras bibliotecas nos posibilitan estar en el futuro con su estructura moderna y atrevida como la del Georges Pompidou que he nombrado antes.

 

         Y estaba además la Biblioteca de la Escuela de Traductores e intérpretes en la calle Tablas, de donde saqué el Elogio de la Locura de Erasmo de Róterdam y en la que entregué un ejemplar que tenía repetido de las poesía de Celaya, ese poeta que dice que la poesía es un arma cargada de futuro y tiene un estupendo estudio sobre Gustavo Adolfo Bécquer.

 

         Y cuando llegué a Córdoba lo primero que hice es hacerme el carnet de la biblioteca municipal hoy archivo de la ciudad y allí coincidí con el escritor Fernando González Viñas. Estaba yo escribiendo por entonces la historia de un torero loco que se llamaba Marcel e investigaba sobre este mundo de crueldades y espadas, banderillas y capotes, y escribí un poema dedicado a Lupe Sino, la novia de Manolete y un artículo para la revista Boletín de Loterias y Toros, ese poema y ese artículo fueron lo primero que vio la luz en esta ciudad donde me quedé a vivir y a convivir. Y fue aquí donde me llegó la noticia que había ganado el premio María del Villar de la ciudad de Tafalla en Navarra con el Libro Poesía Sociable del que haré entrega de 2 ejemplares a Libro Libre. Y del que ahora leeré varios poemas.

 

-Demasiada Mirada

-Canción de la niña en el semáforo

-Silencio

-El amor sencillo

 

         En este libro, mi primera publicación en la edad adulta, comprendí que un texto no es nada sin la presencia de las lectoras y lectores. Me vino bien la sugerencia que me dieron los miembros de la Fundación María del Villar de que le pusiera título a los poemas, desde entonces titulo todo porque el título concreta y ambienta, es una norma de cortesía para quien lee.

 

         Y me gustan los títulos de la escritora Nuria Amat, novelista y bibliotecaria que informatizó las bibliotecas en España y tiene libros hermosos cuyos protagonistas son los libros. Y ahora tenemos la suerte de contar con la escritura de Irene Vallejo que ha conseguido transmitir su amor por los libros con su obra El Infinito en un junco.

 

         Y una obra infinita quería escribir yo sobre el amor lesbiano y por eso me puse a reflexionar sobre las formas en que nombramos el deseo, y así surgió la obra Cómo decir deseo, una reflexión sobre el amor y el tacto del que voy a leerles varios poemas.

 

         (Decir las partes en que se divide y escoger poemas al azar según se encuentre el público de cansado).

 

         Y ahora me encuentro con la grata sorpresa de este encuentro con la asociación Libro Libre que dará la oportunidad a que la poesía se encuentre en la calle como ya sucede en nuestra vecina Portugal en que se puede disfrutar de la lectura y del intercambio de libros, que ya no están cerrados en bibliotecas sino que han hecho del mundo entero una biblioteca. Y eso me agrada. Sin más: Muchas gracias.