Siempre recordaré el momento en que mi primo Paquito
Eduardo, de pelo ensortijado y fantasía desbordante, me dijo que a nuestro
barrio de Campanillas, en Málaga, venía un coche lleno de libros para que
nosotros pudiéramos leer lo que se nos antojara. Yo imaginé que se trataría de
una furgoneta blanca conducida por un hombre eficiente que sabría darnos el
libro que pedíamos. Pero la realidad supera muchas veces o casi siempre a la
imaginación, y mis expectativas se encontraron colmadas la tarde que fui al
punto de encuentro, y vi que se trataba de un autobús que imitaba a una sala
rectangular de cualquier biblioteca de verdad. Se trataba del Bibliobús de
paredes recubiertas de interesantes ejemplares. No podía con la emoción. Y así,
nerviosa, empecé a leer títulos a ver cuál me interesaba. Cogí una historia de
los indios de América y las aventuras de un monstruo bueno: el yeti. De repente
mis coordenadas provincianas quedaron pulverizadas y me convertí en una
cosmopolita de pro que lo mismo
frecuentaba el continente americano que el Tíbet. Ese fue el primer
contacto con una biblioteca y lo recuerdo como uno de los días más felices de
mi vida, la noche anterior no conseguí pegar ojo, la puerta de la aventura se
abría de par en par y, además, sin pagar un duro, gratuitamente. Los libros
entraron en mi casa con la vocación de quedarse y hacernos más ricos
espiritualmente. Todos los niños y las niñas que frecuentábamos el Bibliobus,
que hacíamos cola a sus puertas teníamos un pasaporte para entrar, un carnet
que nos identificaba como lectores y lectoras, éramos unos humanos especiales
que habíamos recibido el salvoconducto que nos convertía en la ciudadanía de
una república generosa: la república de los libros. El carnet aseguraba nuestro
carácter de lector, nuestra identidad como amantes de las letras.
Fue
por aquel tiempo que le pedí a mi madre que me echara para Reyes una mesa y una
silla puesto que había decidido ser escritora, y fue por aquel tiempo cuando
decidimos mi primo Paquito Eduardo y yo que compondríamos un libro sobre las
suegras, defendiéndolas de los insultos cotidianos, pues había observado que
eran injustamente tratadas. Ese libro lo escribiría yo y lo ilustraría mi primo
y en él estuvimos trabajando durante mucho tiempo mientras mi hermano intentaba
sacarle alguna melodía a la guitarra que nos tocó en una feria. Como ven
nuestra vida intelectual era abundante. Y la llave de ese país de la abundancia
era el Bibliobús que llegaba a su cita cada semana lloviera o hiciera calor,
allí estaba la bibliotecaria y el chofer para hacernos felices.
También
teníamos la presencia de nuestra bisabuela que era una biblioteca andante, que
recitaba chascarrillos y romances de su invención, la presencia de mi tío que
era un excelente narrador y las visitas a mi abuelo Francisco que nos enseñaba
que la realidad era dura, pero que podía ser menos dura si uno se desahogaba
contándola. Fue a los siete años cuando nacieron mis primeros versos:
No llores mi madre
No llores mi madre
Pues yo que te quiero
No puedo verte lloras
No llores mi madre
Que me haces llorar.
Como
se ve tenía cierto sentido del ritmo y el comienzo de una temprana sororidad. Ese
punto de vista nunca lo abandonaría: la conciencia de que las mujeres eran
tratadas con desigualdad incluso en la literatura. La conciencia de que en mi
querido autobús lleno de libros eran pocos los firmados por autoras, esto es
fácilmente observable para cualquier lectora de títulos como era yo, que me
pasaba los minutos eligiendo aventuras según me sugerían esos títulos que me
llevaban a países lejanos, muy lejanos de una realidad pacata que era los
últimos resuellos de la dictadura de Franco.
Y de
pronto sucedió algo extraordinario: nos hicieron un colegio nuevo y en él,
dentro de él, albergaron un estómago de letras, pusieron una biblioteca
escolar, que para mi gusto estaba infrautilizada, pues casi nunca podíamos
entrar a ella. Recuerdo una vez que nos dejaron pasar, recuerdo a un amigo muy
especial que se reía a carcajadas leyendo Mortadelo y Filemón. Pero yo
enamorada ya de los libros, siendo una pequeña letraherida, tenía un ansia de
lectura infinita.
Y de
nuevo pasó algo extraordinario: fui a estudiar el bachillerato a Málaga capital
y, de nuevo encontré otra biblioteca hermosa: La que estaba sobre las actuales
ruinas romanas. Por supuesto que me hice el carnet necesario y saqué novelas y
novelones como Crimen y castigo de Dostoievski o la obra teatral El
Abuelo de Benito Pérez Galdós. Era una biblioteca muy peculiar, a la
entrada había una réplica de El duelo a
garrotazos de Goya, y me quedaba extasiada contemplando ese cuadro que tan
bien escenifica el defecto patrio de la sinrazón y la lucha entre hermanos, la
envidia y la crueldad. Dentro del edificio había una especie de bodega de
mentirijilla que a nosotras nos parecía tan natural que estuviese allí, era una
especie de homenaje al vino dulce, sentada en ese pasillo, mi amiga Ana María y
yo leímos a Juana de Ibarbourou; ya que había en sus fondos pocos libros de
escritoras nosotras cuidábamos los que encontrábamos y lo recitábamos
conjuntamente. Siempre me gustó ese edificio grande y con un bibliotecario que
parecía un personaje de Tomeo.
Pero
había otra biblioteca más en la ciudad: La biblioteca de la diputación de
Málaga cerca de la Acera de la Marina. Era un establecimiento de tres plantas,
creo recordar, con una hemeroteca y una biblioteca infantil de hermosos colores
y la biblioteca propiamente dicha que poseía escalerillas para subir a lo más
alto de sus anaqueles. Sobre una escalera de esa, escondido entre una multitud
de libro encontré el poemario de Las Canciones de Bilitis firmado por
Pierre Louys y que hablaba del elegante don del amor entre mujeres. Ya no
tendría solo para identificarme la prosa de Marcel Proust y su En
Busca del Tiempo Perdido, sino que hallé versos donde pude reconocerme.
En
aquellos años apareció en mi vida un personaje importante, se trataba de
Laurentino Heras un cura relacionado con la HOAC que me animó a publicar mis
primeros escritos. Con él íbamos recitando por los barrios de Málaga y
aprendimos que el público, cualquier público, es un aliado para el placer de la
lectura. Querría compartir algunos versos de aquellos años:
(Leo algunos poemas de Zyriab, mi primera
publicación)
Y seguirte por
los pasillos
Don Serapio
Historias
que vieron la luz gracias a los ahorros de mi hermano que actuó de mecenas.
Prometo entregar varios ejemplares a Libro Libre en cuanto me lo traigan de mi casa familiar. Y es que después de
publicar me dio tanta vergüenza que los escondí para que nadie pudiera verlos.
Sin saberlo comenzaba a padecer el síndrome de la impostora.
Pero
seguí escribiendo a pesar de no reconocerme a mí misma mis propios esfuerzos. Y
la literatura era una envoltura suave, una patria para las mujeres condenadas a
no tener patria. Una patria de mar y de sal, de sofisticada y a la vez sencilla
biblioteca como es el caso de la existente en el centro George Pompidou de
Paris, que conocí a los 19 años y en las que vi y pude teclear el primer
ordenador. Eso sucedía en Julio de 1982. Todos estábamos eufóricos, hasta
quienes no tenían plenos derechos como yo y mi lesbianismo. Así que me puse a
escribir un diario de amor y fruición al estilo de Dante pero en clave sáfica.
Ese libro lo publiqué sin darme cuenta y ahora está depositado en la Biblioteca
Nacional como tantos otros. Se titula Carcaj. De él voy a leer varios
poemas:
-Varios Poemas cortos
-Carencia
Y la
carencia de libros se convirtió para mí en la más grande de las penalidades,
porque solo las letras nos acompañan cuando todo nos abandona. Y es que las
letras y las bibliotecas, en particular, son el lugar de la compañía cuando
todo nos falla, el lugar del silencio sembrado de imaginación, la almáciga de
los versos, el pozo de donde sale el agua que después posibilitará el
intercambio. Siempre me he sentido bien en una biblioteca pública, como si
estuviera en mi casa, muchas veces mejor que en mi casa, allí he sentido que mi
estatus de ciudadana cobraba verdad, una verdad inopinable, nada relativa, una
verdad como la luz del amanecer, un sitio donde siento el orgullo de estar, y
es que sé que esa casa de los libros es mi más hermoso refugio donde se siembra
en mi alma la bondad de los otros y donde entablo conversación con los muertos.
Y
desde una de esas bibliotecas, la universitaria de la Facultad de Filosofía y
Letras de Granada vi hermosos atardeceres y descubrí La vista de Delf del pintor holandés Vermeer. Allí donde los
estudios se me hacían tan cuesta arriba porque mi ser juvenil estaba atareada
con otras preocupaciones y exigencias conocí la historia de Tristán e Isolda de
Béroul, El Malentendido, El Mito de Sísifo de Camus, la
versión francesa de Un amor de Swann o la llegada de mujeres como Margarite Duras,
Margarite Yourcenar, Nathalie Sarraute o Julia Kristeva. Mujeres que serían
ejemplo para mi vida y de las que imitaría su valentía, su saber y sus vicios.
Pero
en Granada había otra biblioteca hermosa, la del paseo del Salón, la que antes
fue casino frecuentado por García Lorca, el gran poeta, el indiscutible
intimista que se expone. Y allí, entre libros, estaba por estar, por
simplemente ser un ratito en el pasado como otras bibliotecas nos posibilitan
estar en el futuro con su estructura moderna y atrevida como la del Georges Pompidou
que he nombrado antes.
Y
estaba además la Biblioteca de la Escuela de Traductores e intérpretes en la
calle Tablas, de donde saqué el Elogio de la Locura de Erasmo de
Róterdam y en la que entregué un ejemplar que tenía repetido de las poesía de
Celaya, ese poeta que dice que la poesía es un arma cargada de futuro y tiene
un estupendo estudio sobre Gustavo Adolfo Bécquer.
Y cuando
llegué a Córdoba lo primero que hice es hacerme el carnet de la biblioteca
municipal hoy archivo de la ciudad y allí coincidí con el escritor Fernando González
Viñas. Estaba yo escribiendo por entonces la historia de un torero loco que se
llamaba Marcel e investigaba sobre este mundo de crueldades y espadas,
banderillas y capotes, y escribí un poema dedicado a Lupe Sino, la novia de
Manolete y un artículo para la revista Boletín de Loterias y Toros, ese
poema y ese artículo fueron lo primero que vio la luz en esta ciudad donde me
quedé a vivir y a convivir. Y fue aquí donde me llegó la noticia que había
ganado el premio María del Villar de la ciudad de Tafalla en Navarra con el
Libro Poesía Sociable del que haré entrega de 2 ejemplares a Libro Libre. Y del que ahora leeré
varios poemas.
-Demasiada
Mirada
-Canción de la
niña en el semáforo
-Silencio
-El amor
sencillo
En
este libro, mi primera publicación en la edad adulta, comprendí que un texto no
es nada sin la presencia de las lectoras y lectores. Me vino bien la sugerencia
que me dieron los miembros de la Fundación María del Villar de que le pusiera
título a los poemas, desde entonces titulo todo porque el título concreta y
ambienta, es una norma de cortesía para quien lee.
Y me
gustan los títulos de la escritora Nuria Amat, novelista y bibliotecaria que
informatizó las bibliotecas en España y tiene libros hermosos cuyos
protagonistas son los libros. Y ahora tenemos la suerte de contar con la
escritura de Irene Vallejo que ha conseguido transmitir su amor por los libros
con su obra El Infinito en un junco.
Y una
obra infinita quería escribir yo sobre el amor lesbiano y por eso me puse a
reflexionar sobre las formas en que nombramos el deseo, y así surgió la obra Cómo
decir deseo, una reflexión sobre el amor y el tacto del que voy a
leerles varios poemas.
(Decir
las partes en que se divide y escoger poemas al azar según se encuentre el
público de cansado).
Y
ahora me encuentro con la grata sorpresa de este encuentro con la asociación Libro Libre que dará la oportunidad a
que la poesía se encuentre en la calle como ya sucede en nuestra vecina
Portugal en que se puede disfrutar de la lectura y del intercambio de libros,
que ya no están cerrados en bibliotecas sino que han hecho del mundo entero una
biblioteca. Y eso me agrada. Sin más: Muchas gracias.