sábado, 30 de mayo de 2020

La voz


Siempre que voy a los Jardines de Orive me quedo un rato contemplando su árbol principal: el ceibo. Algunas veces me he encontrado por sus alrededores a mi amigo Torralvo que es lector de parques y plazuelas. Leer en la calle es hoy día, con pandemia o sin pandemia, un acto revolucionario. Pero ¿qué se lee? Se lee las obras de aquellos que han tenido la posibilidad de tentar la alta cultura: la grafía.

         Cuando hablo con mi madre, con mi prima Pepi, con mi suegra me doy cuenta de que hay una multitud de relatos pendientes que nunca verán la luz, y eso me entristece tanto como que un camarero no me haga caso cuando tengo mucha sed y voy enmascarillada. Me molesta tanto como la banalidad.

         Ahora que lo pienso, “la banalidad del mal” de la que hablaba Hannah Arendt cuando analizó el juicio al nazi Eichmann en Jerusalén tiene cierta semejanza con otra expresión que alude también a la irresponsabilidad: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

         Ya lo dice Simone Weil en La fuente griega: “El Evangelio es la última y maravillosa expresión del genio griego, como la Ilíada es la primera”  Dos libros que hay que leer, según dicen los críticos. Y yo me pregunto: ¿los relatos que no encuentran quienes los escriban desaparecerán de nuestra memoria como si fueran un acto banal e inconsciente?  Sería una lástima. Perderíamos la voz, perderíamos la mitad de las historias, toda una perspectiva.

         Por eso propongo desde aquí que escuchemos atentamente esas narraciones no normativas llenas de la sal de lo espontáneo y lo original. Convirtámonos en mineras que buscan esa veta que es un murmullo, un susurro, como mucho una carta escrita en papel de estraza y démosles la importancia que merecen. Las andaluzas estamos acostumbradas a la risa de los otros sobre nuestra habla, hagamos de ese habla la semilla que busca crecer. No desperdiciemos ningún relato y leamos en los parques, en los jardines, en los paseos libros de mujeres con la misma unción que leemos El sentimiento trágico de la vida, por ejemplo.

         El ceibo es un hermoso árbol que da flores bellas y venenosas como aquellas apreciaciones de la vida que sólo contienen la guerra y sus luchadores. Despertemos la voz, alcemos la voz para decir lo nuestro. Hay que ser valiente para narrar porque, queridas, la ficción encierra más verdades que una enciclopedia.



        

sábado, 23 de mayo de 2020

La gracieta del incivilizado




Siempre me ha dado miedo la hora en que la celebración se desborda y llega el humor del déspota, más que humor podríamos decir “burla”, porque el gracioso despótico no ama la risa, que lo que a él de verdad le gusta es la mueca. Vivimos en tiempos en que la frase simple y monológica quiere tomar las calles como el chistoso anticuado quiere tomar el protagonismo de la fiesta. Siempre he detestado ese entusiasmo porque, sobre todas las cosas, es cerril y mediocre, cínico y abanderado. Se trata de un maltrato a la inteligencia y, por ende, al cuerpo entero.

         Sobre todo porque, como decía Cesare Pavese en El oficio de vivir, “el profesionalismo del entusiasmo es la más nauseabunda de las insinceridades”. Pues bien, ya se sabe que para narrar bien hay que practicar la bondad, porque la bondad, al contrario que el artificio del gracioso anticuado, es una de las máximas de cualquier curso de escritura.

         De ahí lo de escribir con apego, con querencia a cada uno de los personajes que aparecen en el texto. Escribir con la misma magnanimidad con que Homero describía a griegos y troyanos, a Héctor y a Aquiles. Ese es el análisis que nos aporta Hannah Arendt en ¿Qué es la política? Pero no nos engañemos: hoy, estos que quieren llamarse héroes, no tienen la capacidad de concentración para leer de un tirón La Iliada, de ahí el postureo constante, cercano al narcisismo, y la falta de irrigación mental para comprender que el Estado, como la Salud, lo tenemos que salvar entre todos.

         Es de niños pequeños quitarse las mascarillas irresponsablemente, no respetar la distancia de seguridad y no amar lo suficiente como para dejar espacio en nuestro ser a la sonrisa de la inteligencia. En fin, que seguimos buscando la luz en la tarde, la luz en el día y la luz en la noche, siempre la luz generosa que nos alivie de las zonas oscuras donde encerramos a los marginados, de los que no se habla, los que no son protagonistas: los niños y niñas varados en Ucrania, las prostitutas en los fluorescentes clubs de carretera, los emigrados sirios y sus padecimientos, la infancia que pasa hambre. En fin: esclavos y esclavas de esta sociedad saciada.

         Y sé que la voz de los hombres será escuchada primordialmente. Y tengo la certeza de que una mujer no tuvo la culpa de la guerra de Troya.



Anonymus, anonyma, anonymum
                        Para Esther García Navarro, mi amiga, con reconocimiento y cariño.

Por supuesto que quiero estar representada
en el Consejo,
visitar el Centro Cívico,
la Casa Ciudadana,
acariciar el blanco mármol del foro
y pasear con orgullo por Roma;
usar el mismo idioma que ellos,
llevar túnica de ónix.
¿Pero acaso escucharán la voz
de los libertos?
Tal vez, tal vez…
De lo que no estoy tan segura
es de que consideren los susurros
de las esclavas.






sábado, 16 de mayo de 2020

Apego

         Hoy quisiera recoger las palabras más hermosas, las que dan compañía, esas son las mejores, porque no hay trabajo más bello sobre la Tierra que dar presencia de una u otra forma, que apegarse en libertad a aquello que admiramos y queremos.

         A mí me enseñó a escribir con apego el conjunto de personajes-narradores que conforma mi familia. Sin saberlo, los años que pasé en Campanillas (Málaga) serían la suculenta raíz que hacía crecer todos mis relatos, que me daba la posibilidad de ponerme en el pellejo de cada cual; eso y hablar sola, cosa a la que estoy muy acostumbrada.

         En los primeros días de mi vida me hallé rodeada de enfermeras y médicos que hablaban en francés y que me pusieron de apodo Lola Flores. En cuanto mi madre me cogió entre sus brazos me llevó al habla andaluza y de ahí bebí, de su ingenio y relajación, de sus riquezas.

         No sé hablar de mí sin hablar de ella. Las madres, esas personas que tanto influyen a las mujeres que escribimos porque desde chicas estamos cogidas a sus enaguas de fantasías, a cómo nos cuentan el mundo.

        Mi madre tiene un gran sentido del humor y siempre ha parecido más joven de lo que es, tiene la facultad de hacerlo todo perfectamente: guisar, coser e ironizar. Nos ha criado a mi hermano y a mí como si fuéramos los geniales herederos de una estirpe confusa y feliz, tal vez por eso nos vestía con telas iguales, sin saber psicología dejaba una huella en nuestra personalidad: la de pertenecer a un mismo conjunto.

                 Yo empecé a escribir un día lluvioso en que le dediqué un poema a mi madre que surgió, resplandeciente, como una llave que abriera las puertas de la comunicación, un trasiego de vivencias de calidad, algo sencillamente bueno, como la valentía. Mi padre y mi madre creyeron estar ante un milagro: Tenían una hija escritora. Ambos se pusieron locos de contentos. Alguien de su misma sangre, carne de sus carnes, sabía materializar pensamientos por escrito. Me abrumó aquella importancia, yo misma no sabía lo que había hecho: el acto literario estaba en marcha, todo gracias a ti, mamá. Te quiero, guapa.


  
Agustina López Díaz, ferretera, modista, cocinera excelente y mi profesora de andaluz. Pronto estaremos tomándonos unos espetos.




sábado, 9 de mayo de 2020

Gatunería

Este Poema-Océano lo escribí para el recital virtual de La Viajera de esta semana.



            Esta es la historia de un gato llamado Falso que trabajaba en el servicio secreto e iba acompañado de su colega García, una gata negra acostumbrada a beber vino Montilla-Moriles en época de ferias. Ambos vivían en el Realejo, allí tenían su casa con un patio de geranios y una fuente en medio.

            Les encomendaron que hicieran un informe sobre Proust y Frida. El gato Proust era de pelaje gris y anaranjado, muy hermoso y con un gran estilo, se crio en la alta sociedad y sabía bailar los valses de Strauss. A Frida la encontraron en un contenedor, de noche, muerta de frío, era vital y parlanchina y también bailaba con elegancia, era de tres colores: negro, blanco y carey.

            Falso y García vigilaban a Proust y Frida. Proust era de costumbres rutinarias: bebía agua fresquita, dormía en un sillón verde y se pasaba el día pensando si no había perdido el tiempo aprendiendo a decir “Miau” para que lo entendieran los humanos.

            Frida, en cambio, vivía al día, leía a Chris Kraus y participaba en manifestaciones feministas. Era una gata muy comprometida.

            Pero todo cambió cuando llegó Peluso, un gato color zanahoria muy ansiado por los gateros. Y aún cambiaron más las cosas cuando llegó Nala, la curiosa Nala, investigadora, científica y atleta.

            Se hicieron muy amigos los cuatro: Proust y Frida, Peluso y Nala. Y esto llenó de envidia a Falso y García que escribieron un informe demoledor sobre las costumbres de los felinos en cuestión. Entonces sucedió algo extravagante: llegó al barrio un avestruz, que veía las cosas desde lo alto y comprendió que el dossier que estaban elaborando era una verdadera intromisión sobre sus intimidades y así se lo dijo a los afectados.

            Falso y García no sospechaban nada porque admiraban las alas del pájaro que no vuela y quedaron muy sorprendidos cuando Proust y Frida, Peluso y Nala mostraron sus caras más amables y los invitaron a merendar tortitas con nata y caramelo. Fue así como descubrieron que hasta los agentes secretos tienen secretos y deseos de amistad.

            Y Falso, García, Proust y Frida, Nala y Peluso fueron muy felices en el barrio del Realejo cuando llegó el carnaval y cada uno dio lo mejor de sí: la alegría de abrazar y de ser abrazados.








sábado, 2 de mayo de 2020

El Nuevo Paseo




Ya será la vida distinta y veremos con otros ojos la fuente cercana, los reflejos del vidrio de los escaparates, los naranjos y las macetas. Todo tendrá una pátina de doble vida, de vida que se sobresale de su capacidad como los mensajes tiernos y, a veces, edulcorados que hemos compartido. Pero no pasa nada: el exceso de azúcar también nos sirve en este momento en que lucimos burgueses e indefensos por el abismo de la existencia.

         Se reirían de nosotros las niñas que vienen huyendo de Siria, los hambrientos de Haití o los habitantes del Yemen. Pero nosotras también somos personas que se asombran ante la novedad del Hecho: ahora contaremos los sucesos teniendo en cuenta si nos pasaron antes o después del Coronavirus. Nuestra humanidad ha sido puesta a prueba y también tenemos derecho al temblor; eso sí, sin exagerar.

         Saldremos emocionados a dar un paseo. Tenemos que medir esa riqueza. Hay quienes no tienen tranquilidad en las calles para dar una vuelta por el parque. Saldremos con la alegría del bañista que está en la orilla midiendo lo arriesgado de su aventura. Saldremos nosotras con la mirada más allá del horizonte: tenemos tanta costumbre de cuidar que seremos cuidadosamente aventureras, conscientes de que hay mujeres que se juegan la vida dentro de casa, de que hay quienes viven en la calle y la calle no se presenta como un manjar tan apetecible.

         Ya salieron los niños y las niñas, ambos valientes como personajes de cuento. Nosotras saldremos con nuestros amuletos, con esa nueva forma de contemplar el mundo y hemos salido de casa, de las labores de casa, que debe ser el metro para construir puentes y edificios, hospitales y ayuntamientos. Construir el exterior desde el interior y no al revés como hacían los griegos que, para hacer política, se desembarazaban de las tareas del hogar. Debemos poner en el centro de nuestro nuevo mundo los esclavos y las esclavas, debemos subir en un pedestal a las que limpian.

         Sí, es emocionante recorrer nuestro barrio, saludar a los vecinos, a todos, a los que no conocíamos y a quienes conocemos, ya hemos aprendido lo que es la lentitud. Exijamos la parsimonia necesaria para que nuestros abuelos y abuelas sean felices. Exijamos que la igualdad llegue hasta las calles del cielo, que están allí, en todo lo alto, intentando imponernos una geografía anticuada y molesta.

         A veces, mientras paseo, me invento rezos cívicos dedicados a diosas divertidas, desenfadadas como Pippi Calzaslargas. Y levanto la vista y observo las fachadas, no quiero que mi mirada contenga nada más que suelo, preciso de las alturas, altura de miras para construir un Estado que contenga la sinceridad.