Ya
será la vida distinta y veremos con otros ojos la fuente cercana, los reflejos
del vidrio de los escaparates, los naranjos y las macetas. Todo tendrá una
pátina de doble vida, de vida que se sobresale de su capacidad como los
mensajes tiernos y, a veces, edulcorados que hemos compartido. Pero no pasa
nada: el exceso de azúcar también nos sirve en este momento en que lucimos
burgueses e indefensos por el abismo de la existencia.
Se reirían de nosotros las niñas que
vienen huyendo de Siria, los hambrientos de Haití o los habitantes del Yemen.
Pero nosotras también somos personas que se asombran ante la novedad del Hecho:
ahora contaremos los sucesos teniendo en cuenta si nos pasaron antes o después del Coronavirus.
Nuestra humanidad ha sido puesta a prueba y también tenemos derecho al temblor;
eso sí, sin exagerar.
Saldremos emocionados a dar un paseo.
Tenemos que medir esa riqueza. Hay quienes no tienen tranquilidad en las calles
para dar una vuelta por el parque. Saldremos con la alegría del bañista que
está en la orilla midiendo lo arriesgado de su aventura. Saldremos nosotras con
la mirada más allá del horizonte: tenemos tanta costumbre de cuidar que seremos
cuidadosamente aventureras, conscientes de que hay mujeres que se juegan la
vida dentro de casa, de que hay quienes viven en la calle y la calle no se
presenta como un manjar tan apetecible.
Ya salieron los niños y las niñas,
ambos valientes como personajes de cuento. Nosotras saldremos con nuestros
amuletos, con esa nueva forma de contemplar el mundo y hemos salido de casa, de
las labores de casa, que debe ser el metro para construir puentes y edificios,
hospitales y ayuntamientos. Construir el exterior desde el interior y no al
revés como hacían los griegos que, para hacer política, se desembarazaban de
las tareas del hogar. Debemos poner en el centro de nuestro nuevo mundo los
esclavos y las esclavas, debemos subir en un pedestal a las que limpian.
Sí, es emocionante recorrer nuestro
barrio, saludar a los vecinos, a todos, a los que no conocíamos y a quienes
conocemos, ya hemos aprendido lo que es la lentitud. Exijamos la parsimonia necesaria
para que nuestros abuelos y abuelas sean felices. Exijamos que la igualdad
llegue hasta las calles del cielo, que están allí, en todo lo alto, intentando
imponernos una geografía anticuada y molesta.
A veces, mientras paseo, me invento
rezos cívicos dedicados a diosas divertidas, desenfadadas como Pippi Calzaslargas. Y levanto la vista y observo las fachadas, no quiero que mi mirada contenga
nada más que suelo, preciso de las alturas, altura de miras para construir un
Estado que contenga la sinceridad.