Siempre
he amado la inutilidad: las escaleras que no llevan a ninguna parte, las calles
de saco que suponen un desafío a la lógica,
las sombrillitas que ponen sobre las bolas de helado, los confetis en el aire
volando-volando, la música callejera que se pierde en un momento en cuanto
doblas una esquina, el título de ese libro de Grace Paley: La importancia de no entenderlo todo.
Yo soy especialista en hacer cosas inútiles:
cadeneta verde que no lleva a la construcción de ningún jersey ni bufanda ni
calcetines, dibujos que no tienen título porque seguramente no son dibujos sino
estados de ánimo, mantelitos de té inacabados por lo siglos de los siglos,
palmeras de cartulina para oasis que imagino frondosos y amables.
Y la palabra, sigo amando la palabra
aunque algunos cínicos se empeñen en mancharla diciendo que es inútil la poesía,
eso no es cierto, pero al cínico le gusta propagarlo. El cinismo es el gran
aliado de las políticas gélidas que hacen que miles de personas se mueran de frío.
Para reconocer a un cínico sólo hay que dejarle hablar, seguro que cuando menos
te lo esperas lanza un chiste que no viene a cuento, un chiste cruel acompañado
de su desvergonzada sonrisa. Los cínicos tienen la voz fría de la falsedad y se
relamen cuando piensan en la violencia. Son muy peligrosos. Esto quiero que lo sepan
sobre todo las personas jóvenes: Son muy peligrosos porque algunos son
inconscientes de sus actos, no se conocen a ellos mismos y son verdaderos
productores de grandes naufragios, como por ejemplo las guerras.
Creo que todos los amantes de la
inutilidad nos deberíamos unir y no reírles ni una gracia a aquellos señoritingos
que intentan hacer triunfar sus burlas, y creo que deberían saber que sus
bromas dan frío y que sus decisiones desde allá lo alto, desde donde han
decidido mandar, nos producen temblor. Bueno, mejor que no se enteren de que
temblamos porque a los cínicos les da la risa sardónica cuando comprenden que los
otros sufren, ese es su placer, ese y el frío con el que te pasan el pan.