Tal
vez aprendíamos demasiadas cosas de memoria: los nombres de los ríos y sus
cauces, el destino de los reyes y sus herederos, la geografía lejana de tribus
innombrables o el lugar donde los chinitos esperaban nuestra generosidad. Y
vestíamos con baberos blancos y andábamos en grupo como podíamos, a pesar de
conocer cada una el rumor de los bandos.
Tal vez por ese ansia de retahíla, ese desdén
hacia nuestras opiniones y esa costumbre de coser a todas horas, tal vez por
todo eso me pareció un regalo que llegara la hora de la catequesis. Y es que el
texto que debíamos aprendernos estaba formulado como pregunta-respuesta, como
una especie de ejercicio teológico para nuestras mentes niñas. Y esa estructura
propiciaba que la especulación fuera profunda y el recurrir a mi madre para
aclarar dudas se convirtió en una cálida costumbre.
Las dos nos habíamos metido sin darnos
cuenta en una aventura formidable: yo intentando razonar la novela fantástica
más grande de todos los tiempos, ella preocupada por hallar un vestido blanco y
una limosnera, y un rosario y un librito nacarado que me fuera bien con el
conjunto. Desde entonces me pruebo los libros y me miro en los escaparates de
las librerías para ver cómo me quedan.
Íbamos casi de noche a la Iglesia, todas
las niñas como una bandada de palomas, a escuchar la palabra de Dios. Y fueron
tantas las dudas que tuve que pedirle ayuda a mi madre, y ella recurrió al carácter amable del
sacerdote para que me aclarara cómo siendo Adán y Eva los únicos habitantes del paraíso habían conseguido llenar la Tierra de tanta gente. Como se ve me preocupaba el tema de la endogamia. Nada nos aclaró el cura aunque no le faltó buena voluntad.
Lo del nuevo testamento era fácil,
milagroso, una exploración por los caminos de la bondad; lo del antiguo
testamento era harina de otro costal. Pero el nuevo… el nuevo era diferente,
nos daba solución para vivir alegres amándonos los unos a los otros. Ahí es nada.
Aquellas palabras tan sencillas lo calmaban
todo y hacía posible el milagro del pan y los peces porque Jesús no quería que
nadie pasara hambre. La palabra “hambre” resonaba por entonces muy alejada de
la bollería industrial y de los envoltorios de plásticos, también de los
yogures o de las galletas con la cara de Mickey Mouse. Estaba más cercana a las
anécdotas de nuestros abuelos y nuestros padres que no sabían lo que era la
saciedad.
Saciada de Dios me quedé yo con
aquella experiencia que preparamos tanto y a la que acudieron los más dispersos
familiares, vino a la ceremonia hasta mi primo Antonio que no salía de su habitación donde tenía
una estación de radioaficionado con la que se comunicaba con gente de América o con
marineros.
Pero Dios se hizo mío discretamente, sin tener
que entrar en mi cabeza para vigilarlo todo, sin que yo me viera obligada a
confesarlo todo. Adapté a Dios a mi voluntad como empecé a adaptar todas las
grandes palabras, y así fue cómo me hice arquitecta de una ciudad invisible o
interlocutora de ballenas gigantes o, simplemente, le daba la corriente a la
maestra cuando nos decía que si viéramos todos los bichos que contiene un vaso
de agua no beberíamos nunca. Claro, después me hinchaba de agua mientras
pensaba que la mujer era una melindrosa.
Y así que me hice amante de los ritos y
secretos. Y supuse que si yo tenía ese guardarropa de misterios cualquiera podía
tenerlo. Y que mi análisis minucioso de las palabras y de las imágenes y esa
capacidad de pensar constante serían mi más bello rezo y una forma inteligente
de respetarme a mí misma. Después todos comieron chocolate y reímos y tuve que
aceptar, aun detestando ser el centro de atención, aparecer en todas las fotos.
Creo que fue por aquellos días que mi madre le dio por llamarme
"rabina" y empezamos a fundar una lengua distinta para
comprendernos.