Miedo
me dan los pactos entre caballeros, las aguas mansas y las apariencias del ser.
Pactos entre político y comisario, maneras protocolarias aprendidas en
cualquier universidad privada, y el mundo moderno en el que se premia el parecer.
Miedo me da esta prensa, cada vez más desahogada, que reconoce públicamente sus
campañas para el descrédito de aquello que no le gusta. Miedo me dan la
majestuosidad de los objetos, que representan una forma que no esconde su vida inútil, y la subida de la cesta de la compra.
Que la fruta se haya convertido en
una joya deseable, que los espíritus humildes estén sobrecargados de horas de
trabajo y ansiedades, que los hombres –con poder o sin él- no salgan ofendidos a
la calle por los asesinatos, violaciones y daños que se les están haciendo a
las mujeres.
Que los muy, muy, muy ricos –como decía
Scott Fitzgerald- se crean mejores que nosotros. Que los grandes oligopolios
presionen con sus sombras a cualquiera que ellos crean que no les representa. Que
sigamos sin exigir el derecho de ensimismarnos, el derecho de concentrar
nuestra mente en algo más allá de un titular pretencioso, de un tuit o un
fragmento malintencionado. Que hoy la sandía sea un bien de lujo y que la
infancia, parte esencial de la infancia, espere la generosidad de un bocadillo
en una escuela de verano porque ellos no tienen derecho a ver el mar. Que,
encima, seamos creyentes del “Virgencita, virgencita me quede como estoy”. Es,
cuanto menos, una estafa a nuestra inteligencia y a un corazón que quiere estar
sosegado para disfrutar de los placeres del arte.
Esos niños y niñas que esperan la
comida que se reparte, el tiempo en que su creatividad se les reconozca y
tengan la posibilidad de inventar otros juegos alejados de la noción de jerarquía; esa infancia que tiene que aprende lo que es el amor cortés, que sueña con las pistas de
tenis, las nieves y sus estaciones de esquí, que tal vez ha escuchado recitar a algún maestro los versos sobre la mar de Alberti, que tal vez alguna maestra le habló de los claros del
bosque de María Zambrano y del sabor de los pomelos y aguacates. Esa infancia merece saber
que un día hubo alguien que pensó en sus sonrisas con respeto, que no nos rendimos en
nuestro afán comprensivo y que hay otra vida más allá del vasallaje.