Siempre
me han gustado los libros aunque eso no quiere decir que algunas veces no haya
sentido su presión ahogadora debido a cómo toman posesión de los espacios abarcándolo
todo, especialmente cuando he tenido que mudarme de casa y los volúmenes me abrazan
con cierta agonía. Pero a mí los libros me han salvado de muchos naufragios y
me he abrazado a ellos con deleite, además procura una clase de concentración
desconocida en otros artilugios.
Recuerdo como en momentos de
tristeza absoluta leía Rayuela porque me hacía ejercer una
atención absorbente sobre el inmenso galimatías que es la obra, hasta que un día me cansé
de mi tristeza y mi lectura y me deshice del ejemplar que tan subrayado tenía, y
consideré que me había entretenido con una propuesta que hoy considero
sobrevalorada.
Siempre están los libros ahí para
recordarnos que los seres humanos no somos generalidades sino carne, herida fácilmente,
que se forja con matices. Hay quienes no dejan pasar esos matices, quienes
quieren ser, obcecadamente, personajes planos: esos son aquellos que tienen un
número reducido de amigos, todos de la misma casta; deberían “revisárselo” y
analizar por qué están atraídos por la uniformidad, eso deberían hacer si siguen
el consejo de la ministra Calviño, tan aplaudida esta semana.
La palabra escrita conlleva un
trabajo fuera de las vociferaciones y de la barbarie, eso es lo que logra un
buen clásico, un trabajo que respeta la multiplicidad y las interrelaciones. Pero
eso no es fácil de conseguir: hay que contarse una misma muchas veces la
historia para que la historia cuaje con su diversidad y riqueza en el papel en
blanco.
El otro día mientras paseaba por la Alameda
de Apodaca en Cádiz y percibía con alegría la brisa marina, el azul del mar, la
emoción de una regata que estaba a punto de comenzar, la celebración de una
boda y la música de una comparsa me encontré con la exposición de Rosa Muñoz, El enigma de la realidad, que estaba en
el Espacio de Cultura Contemporánea (ECCO), y me llenó de felicidad descubrir
sus bellas creaciones que producían la alegría que se obtiene cuando el mapa de
una ciudad se convierte, por fin, en algo propio y ya vas por las calles con la
agilidad de llevar los itinerarios en tu mente.
Hay que fijarse mucho en todo lo que
sucede a nuestro alrededor para poder celebrar la vida y sus facetas. La mirada
de la artista, voluptuosamente detenida sobre lo real, hacía de dicha materia la
sustancia primordial del arte. No hay nada más abstracto que acercarse mucho a
la realidad, no hay nada más positivo que ejercitar nuestros sentidos y oír,
ver, tocar, oler, saborear lo que el día, un día cualquiera nos ofrece; en eso cosiste
la verdadera creación: en escuchar la vida. En eso debería consistir la buena
política.