domingo, 18 de octubre de 2015

Brindis



Creo que fue mi prima Mari Kiki la que nos trajo una colección de discos de música Rusa. Mi hermano y yo ya estábamos familiarizados con ese tipo de canciones, conocíamos el Casatschoc y algunas veces entrábamos en éxtasis bailando como locos hasta perder el sentido. Los discos eran del Reader´s Digest, seguro que los consiguió mi prima juntando puntos y formaba parte de una de sus innumerables colecciones, como los foulards, las pinturas de las uñas, el buen humor o los tarros de colonia, como los sostenes sugerentes llenos de encajes, los relojes o los distintos tipos de amor que tenía guardado para cada uno de nosotros.

Gracias al tocadiscos que acabábamos de comprar pudimos escuchar a Pali Gesztros y su orquesta de zíngaros y ampliamos nuestro acervo musical y nuestros momentos de éxtasis. Mi hermano se ponía unas botas de flamenco y ¡hala!, a saltar y saltar, y yo le acompañaba con entusiasmo mientras me envolvían los violines e imaginaba una estepa para desarrollar la coreografía de mi amor, un amor que ni yo misma entendía, el amor lésbico.

Mi hermano se metió tanto en el papel que comenzó a escribir malamente, eso decían los maestros, que tenía muy mala caligrafía, lo que de verdad pasaba es que, sin saberlo, le nació, dentro de sí, el alfabeto cirílico y para colmo, mientras ejercía de monaguillo, se persignaba al revés como si fuera ortodoxo. Su metamorfosis fue tan brutal que soñaba con tener una novia que se llamara Tatiana y deseaba hacerse grande cuanto antes para poder beber vodka.

Yo, por mi parte, leí Crimen y castigo, todo Turgueniev y los artículos de Juan Eduardo Zúñiga, sobre todo me gustaba y me gusta el maravilloso “Mensaje confidencial”, recogido en su libro El anillo de Pushkin. Lectura romántica de escritores y paisajes rusos. También leí Dostoievski de André Gide y comenzamos a brindar con zumo de manzana y a tirar las copas como si fuéramos cosacos. Todo eso sucedía antes de que se rompiera el muro de Berlín. Es que en mi casa siempre hemos sido unos avanzados, las vanguardias nos persiguen en vez de perseguirlas nosotros a ellas. Sin ir más lejos: yo soñaba con la escritura sincopada de Marina Tsvietáieva.

Mi madre veía El doctor Zhivago y mi hermano corría por las tardes, en bicicleta, a la calle de la Seda, donde vivía mi abuelo Francisco, que era sastre y le estaba haciendo un zurrón como el de Miguel Strogoff. Todos estábamos enamorados de la casi infinita Rusia como las novelas oceánicas de Tolstói.

Mi padre nos miraba desde lejos como si fuéramos muñecos a los que se les hubiera roto la cuerda y no pudieran parar de bailar, entonces la cosa vino a más y contagiamos a mi primo Moisés que se compró una balalaica y comenzó a cantar con voz de campesino, él siempre tuvo muy buen oído. Y de tanto baile y tanto meternos en la piel de los demás fue como comenzamos a comprender a todo el mundo: Oriente y Occidente, aunque nosotros viviéramos en el valle de Campanillas. Y así, así fue como descubrimos la palabra empatía y el sentido de las disertaciones que se hacen cuando se brinda en una noche de frío viento, allá por las hermosas orillas del río Nevá.


                                                          ¡Vashe zdorovie!