Cruzamos
la frontera de Francia, fuimos hasta Valence, paseamos por Montélimar, compramos turrón. Respiramos el aire de las montañas de Vercors, visitamos el castillo de Montboucher-sur-Jabron, buscamos a los amigos en Bour-de-Péage. Pero ya cansados de tanto
reencuentro y tanta tierra que guardaba emociones tan vivas decidimos, ya que
estábamos allí, coger un tren y subir hasta París.
Dormimos en la misma habitación los
cuatro, tenía enmoquetado todo el suelo y eso nos pareció delicioso a mi
hermano y a mí, era como un mar doméstico. Mis padres se dejaban guiar por nosotros, yo ya tenía el Graduado
Escolar, y ellos creían que lo sabía todo: las capitales de Europa, cómo tiene
una que comportarse en la mesa y los ríos y sus afluentes, las estrellas del
espacio inmenso, las leyes del bien y el mal, las distintas constelaciones que
duermen en la negritud del cielo nocturno y fragmentos memorizados del Quijote,
por poner un ejemplo, también la tabla periódica.
Me encantaron los croissants de la
estación de Austerliz, comentamos entre nosotros cómo la gente se relaciona en
las noches de viaje, cómo nacen parejas espontáneas en las conversaciones de
los wagones. Dijimos “ya estamos aquí, ahora qué”, entonces todos me miraron; fui a hablar con el recepcionista del hotel y le pregunté dónde estaba el Museo
del Louvre, salió a la puerta y nos lo indicó con una postura elegante como si
fuera bailarín. Mi hermano se hizo cargo del mapa del metro, para él se trataba de un jeroglífico, tenía cualidades de geógrafo. Ellos confiaban en lo que habíamos aprendido en la escuela, nosotros confiábamos
en sus años. Juntos caminábamos los cuatro.
Vimos cuadros, estatuas inacabadas,
nos montamos en un barco que nos llevó por el Sena, comimos a las doce porque
es la hora que comen los franceses y a las dos porque es la hora que se come en
España, eso decía mi padre, que no quería saltarse ninguna costumbre. La ciudad
era un inmenso merengue, Notre Dame la iglesia más bella del mundo,
permanecimos boquiabiertos escuchando sus campanas.
Vimos tantas cosas… Pero de pronto
surgió la excelencia, la belleza sobre las bellezas, inesperadamente, en la rue
de Rivoli, en una terraza, una mujer tomaba el sol mientras leía el periódico,
sobre la mesa tenía una copa de pastís. Yo nunca había visto una mujer sola en
una cafetería y además leyendo. Me pareció el no va más, frente a ella la Torre
Eiffel era cuatro hierros mal ajustados, la luz de la sonrisa de la Gioconda
por fin quedaba explicada. Sus piernas hermosas, su gesto desenfadado, el periódico
inmenso. Quise ser ella.
No conocía a Simone de Beauvoir, con
el tiempo comprendí que esa mujer estaba allí gracias a ella. Desde entonces, cuando me siento activista a no poder más, me compro Le Monde y leo sola en una terraza mientras recuerdo el bien
recibido gracias a aquella persona, saboreo cada sorbo que doy a mi copa como
si fueran los artículos de un pacto que señalara la preocupación del Estado por
las que sufren, y le agradezco a aquella figura que permanece en mí como una
luminosidad incandescente lo que hizo aquel día: leer, simplemente leer, leer sola
en un bar, saber estar sola en medio de todos, dueña de sí misma y su lectura,
dueña de sí misma.
Este sábado me voy a tomar un pastís
en el Círculo de Bellas Artes, pero antes iré a la manifestación Contra las violencias machistas,
porque desde que vi aquella mujer rodeada por el aura de su libertad soy exquisitamente
feminista, como todas. Pero está vez compartiré mi experiencia con mis amigas… y con los
amigos que me quieran acompañar.
Cuando ustedes lean este artículo el día 7 ya será Historia |