domingo, 15 de noviembre de 2015

La vida




                     Siempre he admirado quien en medio del alboroto es capaz de seguir con su tarea, cumplir con su oficio artesanal, atender el proyecto en que se embarca sin alharacas ni efectismos. A la que no le tiembla el pulso en medio del revuelo, al que construye con idéntica energía desde el principio hasta el final,  siempre he admirado a los hombres y mujeres de paz y sosiego.

            Hay un artículo de Susana Reisz que me gusta releer, se titula “Estéticas complacientes y formas de desobediencia en la producción femenina actual: ¿es posible el diálogo?” Frente a cualquier dicotomía suelo coger el camino de en medio, me gusta lo entreverado, ni las voces ni el mutismo, la alegría de construir un yo civilizador, de una escritura suave y constante como la bella lluvia tras los cristales de un café de París.

            El París que llaman la ciudad de la luz, el París de la joie de vivre, de Victor Hugo y de Colette, de  las canciones que siguen conservando aún mensaje y no ruido, el Paris de los libros, el que lleva en su ánimo la fuerza de la libertad, la igualdad y la fraternidad y los paseos interminables que dio por sus calles Cortázar.

            Siempre ando por la vereda de en medio, por donde me enseñó a transitar Proust, quien me cobijó entre sus personajes y me hizo hermosa y digna. Siempre ando con libertinos como Rabelais o señoras que no dejan que las maneje nadie como la Duras, escuchando las palabras que no son ni demasiado altas ni demasiado bajas, que guardan la proporción de una caja fuerte escondida en el corazón de la que se decide a decir sin aspavientos. Me gustan las historias de François Bourgeon, los itinerarios de los jardines y bosques que frecuentan los enamorados y la melodía del acordeón sin amplificador.

            En estos tiempos que tanto se vocifera, tal vez deberíamos todos rendirnos a la evidencia de que somos personas verbales o no somos, y deberíamos escoger entre las palabras aquellas que, como agua clara, nos enseñaran la paz, eso sólo pueden hacerlo los humanos, no los dioses. Deberíamos empeñarnos, con la mano calma, y escribir nuestros deseos de serenidad para siempre, y un futuro para los niños y las niñas, y, ya de camino, que el hogar sea propicio y acogedor con nuestros mayores. Deberíamos empeñarnos más que nunca en ser una Europa unida. Y amar París como se ama a las amantes que han sido ultrajadas, con mimo consolarla para que pronto se muestre como es.