Siempre he admirado quien en medio
del alboroto es capaz de seguir con su tarea, cumplir con su oficio artesanal,
atender el proyecto en que se embarca sin alharacas ni efectismos. A la que no
le tiembla el pulso en medio del revuelo, al que construye con idéntica energía
desde el principio hasta el final, siempre he admirado a los hombres y mujeres de
paz y sosiego.
Hay un artículo de Susana Reisz que
me gusta releer, se titula “Estéticas complacientes y formas de desobediencia
en la producción femenina actual: ¿es posible el diálogo?” Frente a cualquier
dicotomía suelo coger el camino de en medio, me gusta lo entreverado, ni las
voces ni el mutismo, la alegría de construir un yo civilizador, de una
escritura suave y constante como la bella lluvia tras los cristales de un café
de París.
El París que llaman la ciudad de la
luz, el París de la joie de vivre, de Victor Hugo y de Colette, de las canciones que siguen conservando aún
mensaje y no ruido, el Paris de los libros, el que lleva en su ánimo la fuerza
de la libertad, la igualdad y la fraternidad y los paseos interminables que dio
por sus calles Cortázar.
Siempre ando por la vereda de en
medio, por donde me enseñó a transitar Proust, quien me cobijó entre sus personajes
y me hizo hermosa y digna. Siempre ando con libertinos como Rabelais o señoras
que no dejan que las maneje nadie como la Duras, escuchando las palabras que no
son ni demasiado altas ni demasiado bajas, que guardan la proporción de una
caja fuerte escondida en el corazón de la que se decide a decir sin
aspavientos. Me gustan las historias de François Bourgeon, los itinerarios de
los jardines y bosques que frecuentan los enamorados y la melodía del acordeón
sin amplificador.
En estos tiempos que tanto se
vocifera, tal vez deberíamos todos rendirnos a la evidencia de que somos personas
verbales o no somos, y deberíamos escoger entre las palabras aquellas que, como
agua clara, nos enseñaran la paz, eso sólo pueden hacerlo los humanos, no los
dioses. Deberíamos empeñarnos, con la mano calma, y escribir nuestros deseos de
serenidad para siempre, y un futuro para los niños y las niñas, y, ya de camino,
que el hogar sea propicio y acogedor con nuestros mayores. Deberíamos
empeñarnos más que nunca en ser una Europa unida. Y amar París como se ama a
las amantes que han sido ultrajadas, con mimo consolarla para que pronto se
muestre como es.