domingo, 6 de diciembre de 2015

Globalización



            Hay una imagen que me ha conmovido desde siempre: la de dos hermanos cogidos de la mano, el pequeño confiado en el más mayor, y la mayor haciéndose la valiente, mirando al infinito abrumada por su responsabilidad porque ya intuye lo que es el  peligro. Es una imagen tan tierna que he visto repetida en todos los hermanos, en todos mis viajes: allá en los coloridos paisajes de la India, en la sofisticada Nueva York, en la llamativa África o en China o en Europa.

            Nuestras madres, todas las madres, no sabían semiótica ni habían conocido a Umberto  Eco o a Barthes, pero acertadamente nos vestían de los mismos colores para identificar la fraternidad. ¡Cuánta sabiduría hay escondida en nuestros gestos cotidianos!

            Mientras recorría el mundo; sentada a la orilla de las playas de Conil, yo ya no pienso globalmente, esa tarea se la dejo a mi amiga Pili que habla como si se hubiera comido a Paulo Coelho. Mientras recorría el mundo, Cádiz y su provincia, Guadarrama y su nieve, recordaba el día en que me llevaron al hospital porque mi madre había tenido un nuevo hijo. Me puse muy contenta al saber que iba a estar acompañada y durante meses esperé que hiciera cosas interesantes para poder jugar juntos.

            En esos viajes, largos y cansados, excitantes y sin brújula, he descubierto que en la Tierra hay una sola conversación, que la mujer sentada en la terraza de un bar le contesta al hombre que conduce un autobús por el polvoriento sendero de una cordillera lejana, que las palabras se contagian, que los del Norte hablan con los del Sur, y viceversa, que los del Oeste recibieron una llamada aparentemente invisible para ir hacia el Este, y viceversa. Que somos mecanismos analógicos invadidos por los ecos del habla de nuestros vecinos.

            Un día, me preguntó un excursionista al que le explicaba mi pequeña teoría local que cuál era el tema del que hablábamos todos, y le respondí que nuestro único diálogo gira entorno a la soledad. Y respiré profundamente, soñé entonces con los géiseres, el caudal de los ríos, la luz tibia de los cuadros holandeses, los encajes de bolillo o los exquisitos restaurantes que te sirven la comida en platos redondos. No me interesaban las opiniones de los asesores de imágenes ni la filosofía deconstructiva, comprendí que si realmente queremos corregirnos, y que nuestras instituciones sean sinfónicas, tenemos que mostrarnos como somos. Aviso: ahora me voy a hacer la interesante: sólo así superaremos a Derrida, el pensamiento débil y los aditivos y colorantes.


            A ese viaje le llamé Eviterna y sigue constante como un oleaje. De vez en cuando, mientras me tomo un thé en una terraza y mi cabeza está llena de rumores, escucho esa música del mundo que climáticamente nos pide que seamos fraternales, y me es fácil entre esas voces oír el decir de los fanáticos: es simple: no se ríen de ellos mismos.

               Entonces saco mi libro, y leo a Amos Oz