Siempre hay que escribir lo bello mientras
la luz se posa sobre los Ciruelos de Japón. Siempre hay que contar lo hermoso
para que no se olvide y, entre tanto trasiego de sinrazón, tenga lugar la
experiencia cotidiana de la vida. Hay que escoger las palabras de gratitud, las
leves enseñanzas que no eran tan leves y, sin hastío, caminar por lo que
tenemos planificado.
Algunas veces parece que la voz de
las mujeres vive sola, independiente de su mente, que lo escrito por la mujer
tiene el valor de la espontaneidad, que vale lo que un instante sin sentido. Así
lo han querido ver las historias de las literaturas, los decires de los críticos,
la rebaja constante ante lo materializado en la página. Pero hay que
sobreponerse a todo eso. Hay que escribir lo bello.
Recuerdo cuando fui a Málaga capital
para estudiar el bachillerato, llevaba mi bolso lleno con los libros de octavo de E.G.B. No conocía a nadie que
tuviera carrera, nadie a quien preguntarle, con confianza, cómo se hace una carrera.
Me sorprendió mucho que no empezáramos pronto con la tarea, que en el instituto
todo se disolviera en esperanzas incumplidas, que no existiera la autoridad de
que estábamos haciendo algo serio. A mí me acompañaba la vergüenza de no saber,
la certeza de que hablaba mal, eso nos decían. Así era
aquella época que muchos intentan idealizar. No teníamos modelos de triunfo y
se nos exigían los triunfos. Era una sociedad torpe donde los matices no cabían.
Entre huelgas y consignas fuimos
creciendo, llevando el miedo en la cartera, la inseguridad constante porque los
más íntimos sentimientos no tenían interlocutores que escucharan. Avanzamos,
vaya sí hemos avanzado, pero siempre me ha sorprendido la rapidez con la que
habla la mayoría, el ritmo diabólico que se quiere imponer a esos pensamientos
de brocha gorda que constantemente nos rodean. Mi madre me repetía: “Nunca
tengas prisa por dar las gracias, como si la persona que te hubiera ayudado se
fuera a ir mañana de tu vida. No te apresures.” Y llevé ese mantra conmigo,
sabiendo que el mundo aunque fuera muy grande no podía ser más profundo que los
pozos que regaban las huertas de Campanillas. Así es como se estableció una
especie de elegancia que, tal vez, sólo comprendíamos mi madre y yo.
Siempre hay que decir lo bello: En aquel
primer curso tuve de profesor de lengua y literatura a Gregorio Morales, el
escritor, y nos enseñó que las narraciones son como una tirada de cartas del
tarot, que la risa servía para domar las fieras y que no éramos alumnos tan
distintos, que todos, en nuestra juventud, queríamos clases que nos distrajeran,
que nos hicieran felices, que nos quitaran las ganas de hacer la piarda e irnos
por ahí, a tomar el sol, cerca del paredón, enfrente del río. También nos habló
de sus viajes a lejanos países que entonces eran más lejanos que hoy, y de que sólo
utilizamos el diez por ciento de nuestra mente. Era un buen maestro.
El primer ejercicio que hicimos fue
escribir un artículo periodístico, yo hablé de John Travolta y de su famosa película
Grease, que no había visto, me reía del personaje, de la conformidad con la que
el cine nos domesticaba. Gregorio me preguntó si lo había copiado de El jueves, desconocía de lo que me
hablaba, nunca había escuchado el nombre de esa revista. Me felicitó por mi
escritura, ocupé un lugar en el mundo gracias a él, mis compañeros me
respetaban y él respetó mi interés por seguir de lejos, sentada al final, sus
clases amenas. Pasados los años me lo encontré en un autobús, nos saludamos,
ambos distraíamos nuestro viaje leyendo Le
rouge et le noir, de la editorial Folio. Ambos leyendo lo mismo, casualidades
de la vida literaria o, tal vez, una broma cuántica.
Por favor, lean su obra.
Gregorio Morales, escritor |