domingo, 18 de septiembre de 2016

La armadura



         Y piensa una: ya que todos los días no pueden ser distintos, al menos que sean iguales. Que no haya sobresaltos, que el fresco y el olor a tierra mojada se apoderen de los deseos de diversidad, que la música sin palabras nos regale la paz cotidiana y que el descanso sea efectivo.

         Iguales para todas, sin importar nuestro sitio en el mapa. Iguales en respeto. Pero, ¡ay!, siempre viene alguien a desordenar la estancia y nos tenemos que enfrentar a algún energúmeno de salón, que se ha apropiado de lo que le interesaba del feminismo para su propio provecho y sigue, sin embargo, alimentando las formas desagradables de la vida.

         Las costumbres se han hecho más llevaderas y hoy en día los seres podemos andar con más libertad en nuestras vestimentas, hasta los hombres visten camisas rosa, eso en mi infancia no era posible.

         Pues bien, ya que han adquirido nuevas elegancias y cremas por qué no asumir de una vez nuevas delicadezas, así seríamos todos más felices. Pero los prejuicios y la comodidad, el ansia de posesión y el estar todo el día compitiendo los envara en trajes de hierro que a todos nos perjudica. Son los luchadores  aprovechados de la contra-equidad.

         Después están los chistes, esas bromas sin gracia que perpetúan la risa cruel: los homófobos finos, los patriotas esenciales, los machistillas hirientes como la esgrima. Sujetos que propician la risa contra lo distinto, la risa para humillar.

         Y si nos sentamos todos en corro, como cuando éramos chicos, no podemos jugar con alegría porque las desigualdades son tantas que es difícil defenderse del habla brutal. Y de esta cosecha surgen las espigas de lo político y es por eso que necesitamos que la falsedad deje de alimentar lo cotidiano, que no sea la danza o el agua donde nadamos después de regresar de la inmensa feria del consumo, el pelotazo y el blanqueo de dinero.

         Yo así no me subo en los cacharritos, no distraigo mis horas en esa solemnidad vacua, mientras en los barrios periféricos de nuestras macrociudades unifamiliares se recoge la basura con desgana porque hasta allí no llegan los turistas.

Me gustaría que apostáramos por la tranquilidad en la mirada, por eliminar gestos agraviantes, por civilizar nuestra habla, si no lo hacemos seguiremos viviendo, incómodos, en los huracanes de una existencia que lleva consigo la opacidad del morbo y la saliva de lo salvaje que se apodera de nuestros decires.

         Hay que buscar las cintas de la claridad y, con esas cintas, hacer cestos donde guardemos, ardientes, la vida y la dignidad para nuestra democracia. La coraza de los malos modales hay que desterrarla ya, busquemos unos planes de amabilidad que nos lleven a lo que verdaderamente necesitamos: una revolución lingüística. Que la palabra sea la máxima acción de respeto, eso deberíamos cultivar. No es mucho decir, sólo otro estilo en el trato, y si alguna función tiene hoy en día lo intelectual es dibujar esas geografías para que no erremos, para no crecer sin rumbo por los lugares de la no-comodidad. De algo nos tiene que servir la dichosa zona de confort, al menos para tener tiempo para reflexionar, o ¿es que los eminentes economistas y los super-psicólogos pretenden que todos los habitantes de la Tierra vivamos en el alambre mientras ellos visitan palacios?

         Esta lucha dialéctica a la que llamamos diálogo debe ser de una vez despreciada, esa sería nuestra aportación, nuestra herencia a los que están por venir o a los adolescentes que imitan en sus juegos el tener siempre más.


         Hay que hablar más despacio y arrinconar las ocurrencias hirientes con nuestra no-sonrisa. Sólo si se produce un cambio lingüístico habremos llegado con éxito a una verdadera evolución moral. Y los días podrán ser todos iguales en calidad y respeto y, por fin, aprenderemos a escuchar.