Y
piensa una: ya que todos los días no pueden ser distintos, al menos que sean
iguales. Que no haya sobresaltos, que el fresco y el olor a tierra mojada se
apoderen de los deseos de diversidad, que la música sin palabras nos regale la
paz cotidiana y que el descanso sea efectivo.
Iguales para todas, sin importar nuestro sitio en el mapa. Iguales en respeto. Pero, ¡ay!, siempre
viene alguien a desordenar la estancia y nos tenemos que enfrentar a algún
energúmeno de salón, que se ha apropiado de lo que le interesaba del feminismo
para su propio provecho y sigue, sin embargo, alimentando las formas
desagradables de la vida.
Las costumbres se han hecho más
llevaderas y hoy en día los seres podemos andar con más libertad en nuestras
vestimentas, hasta los hombres visten camisas rosa, eso en mi infancia no era
posible.
Pues bien, ya que han adquirido nuevas
elegancias y cremas por qué no asumir de una vez nuevas delicadezas, así seríamos todos
más felices. Pero los prejuicios y la comodidad, el ansia de posesión y el
estar todo el día compitiendo los envara en trajes de hierro que a todos nos
perjudica. Son los luchadores aprovechados de la contra-equidad.
Después están los chistes, esas bromas
sin gracia que perpetúan la risa cruel: los homófobos finos, los patriotas
esenciales, los machistillas hirientes como la esgrima. Sujetos que propician
la risa contra lo distinto, la risa para humillar.
Y si nos sentamos todos en corro, como
cuando éramos chicos, no podemos jugar con alegría porque las desigualdades son
tantas que es difícil defenderse del habla brutal. Y de esta cosecha surgen las
espigas de lo político y es por eso que necesitamos que la falsedad deje de
alimentar lo cotidiano, que no sea la danza o el agua donde nadamos después de regresar
de la inmensa feria del consumo, el pelotazo y el blanqueo de dinero.
Yo así no me subo en los cacharritos,
no distraigo mis horas en esa solemnidad vacua, mientras en los barrios periféricos
de nuestras macrociudades unifamiliares se recoge la basura con desgana porque
hasta allí no llegan los turistas.
Me
gustaría que apostáramos por la tranquilidad en la mirada, por eliminar gestos
agraviantes, por civilizar nuestra habla, si no lo hacemos seguiremos viviendo, incómodos, en los
huracanes de una existencia que lleva consigo la opacidad del morbo y la saliva
de lo salvaje que se apodera de nuestros decires.
Hay que buscar las cintas de la claridad y, con esas cintas, hacer cestos donde guardemos, ardientes, la
vida y la dignidad para nuestra democracia. La coraza de los malos modales hay
que desterrarla ya, busquemos unos planes de amabilidad que nos lleven a lo
que verdaderamente necesitamos: una revolución lingüística. Que la palabra sea
la máxima acción de respeto, eso deberíamos cultivar. No es mucho decir, sólo
otro estilo en el trato, y si alguna función tiene hoy en día lo intelectual es
dibujar esas geografías para que no erremos, para no crecer sin rumbo por los
lugares de la no-comodidad. De algo nos tiene que servir la dichosa zona de
confort, al menos para tener tiempo para reflexionar, o ¿es que los eminentes economistas y los
super-psicólogos pretenden que todos los habitantes de la Tierra vivamos en el
alambre mientras ellos visitan palacios?
Esta lucha dialéctica a la que llamamos
diálogo debe ser de una vez despreciada, esa sería nuestra aportación, nuestra
herencia a los que están por venir o a los adolescentes que imitan en sus
juegos el tener siempre más.
Hay que hablar más despacio y
arrinconar las ocurrencias hirientes con nuestra no-sonrisa. Sólo si se produce
un cambio lingüístico habremos llegado con éxito a una verdadera evolución
moral. Y los días podrán ser todos iguales en calidad y respeto y, por fin,
aprenderemos a escuchar.