A
veces pienso que nos han hecho leer demasiados libros inútiles, que se han
apresurado mucho para domesticar nuestra mirada y que los museos guardan a
buena temperatura las desigualdades del mundo.
Conocí en una ocasión a una mujer que
no podía visitar las altivas iglesias porque le entraban ganas de llorar al pensar
en los pobrecitos que habían tenido que acarrear tanta piedra; para ella la
historia de un monumento conllevaba la historia de la humillación de los
porteadores y albañiles, también la de las aguadoras; y por eso despreciaba castillos y grandes
estatuas, suntuosas avenidas que no hallan el fin de la ambición sino que
quieren llegar hasta el infinito.
Esta mujer se perdió en una ocasión en
el pasillo de su casa y la envolvió la arquitectura de la domesticidad sin
saber qué dirección tomar, como si estuviese en una autopista. El arte ha sido
con frecuencia olvidadizo con estas experiencias: las que están en torno al desánimo
por la falta de reconocimiento.
No hay que olvidar que para crear se
necesitan días y días y días y es eso lo que hoy se roba a manos llenas. Vivimos
en la sociedad del cansancio, ya lo dice Byung-Chul Han y, rendidos, nos
negamos a reconocer que sólo una élite puede permitirse el lujo de perder el tiempo.
Reivindico desde aquí la necesidad de la pereza, el bienestar de una
contemplación sin apresuramiento, el saber respetar la creación apaciguada y
humilde que no quiere construir catedrales sino tener la posibilidad, al menos,
de tener descanso.
Hoy
nos tienen ocupados para nada, dando vueltas en la rueda de la distracción
absoluta donde es imposible que nazca el pensamiento. Necesitamos espacio para
conciliar el horario del arte, para que todos experimentemos lo artístico. Necesitamos
horas para contemplar, para dibujar y escribir. Y que lo sagrado sea vivir, no
trabajar a destajo ni estar distraído a destajo. Hay que tenderle alfombras a
la fantasía y que éstas nos lleven a un
futuro sin retorno, hay que salir de esa idea obsesiva de la ocupación por la
ocupación, como si fuéramos muñequitos eléctricos, protagonistas de un cine
mudo acelerado y reverencial con lo de siempre, con la historia entronizada
como interpretación irremediable. Las escritoras necesitamos ese respiro. Hay
que conquistar el tiempo para llenar las obras de matices y, después, ya
hablaremos.