domingo, 13 de noviembre de 2016

Memento



         El 16 de Febrero de 1980 me regaló mi padre un libro de Ian Gibson: El asesinato de García Lorca. Nos entusiasmaba este historiador, lo veíamos siempre que salía por la tele y sus emociones intelectuales parecían las nuestras. Por otra parte amábamos las palabras del poeta, sus versos que estaban tan cerca de nosotros.

Mi padre me dedicó el libro con su linda caligrafía que se había construido poquito a poco, a solas, con  el afán de saber comunicarse por carta mejor con mi madre. Así fue como elaboró una letra elegante, clara y firme.

Leíamos los poemas de Lorca con pasión y nos preguntábamos cómo había podido elaborar tanta belleza y tanta cercanía. Si yo quería ser escritora tenía que ser como él: amante de los débiles, capaz de cantar a Harlem y a los gitanos, de destapar la sofocante represión que se daba en las casas donde habitaban mujeres vestidas de negro desde Dios sabe cuándo, encadenando lutos y envidias. Sin saberlo, todos los que me rodeaban actuaban como los útiles profesores de un taller literario: la gente te enseña.

No se me pasaba que esa plenitud del artista fue zanjada de pronto por la más abrupta de las violencias: una guerra. Y sufría pensando en lo que había sufrido Federico, él que amaba tanto la vida. Y en el verano caluroso, mientras nos echábamos la siesta, recorría sus versos que irremediablemente me hacían pensar en su asesinato.

Hay que recordar los pocos referentes que existían entonces para la homosexualidad y hay que recordar lo que  los españoles nos parecíamos a lo que describía nuestro poeta, que era tan amado, que parecía de mi familia. Pero ¿cómo llega una sociedad a ser tan salvaje?, ¿cuál es la deriva?, ¿dónde comienza el deseo de animalidad? Hoy me hago estas preguntas mientras escucho las noticias que vienen de América y supongo que todo empieza por un cambio de aires, por el abono de un clima que poco a poco logra ser asfixiante y que pretenden llenarlo de razones que son pesadillas, como el baile alocado de una vieja Miss que nos produce el vértigo en los laberintos del sueño.

Deberíamos ser precavidos y ser conscientes de a qué le estamos dando alas. No es lo mismo parecer que ser, aunque parecer no haya sido de nuestro entero gusto. Y ahora tendremos que soportar la esencia de lo soez empoderada por miles de insatisfechos que, seguramente, nunca han tarareado el Pequeño vals vienés.