Y
nos encontramos, de pronto, a causa de esa falta de memoria, con toda una multitud de desclasados, gentes que
estuvieron obsesionadas con tener un chalet y adscribirse a una hipoteca como
los siervos de la gleba estaban adscritos a la tierra. Gentes que no quieren
dialogar, que se han ido inflando de verbena en verbena bajo los escandalosos
ruidos de las fiestas y que se sacuden las botas en el salón de las palabras.
Gentes pseudo-religiosas o religiosas de más que detestan el respeto a la
intimidad, lo sagrado que cada uno llevamos dentro.
Y los valores de la igualdad, la fraternidad
y la libertad son como carteles luminosos y toda la vida, para estas gentes, es
una coartada, una conspiración inmensa que quiere derribar su status quo, su
razón hegemónica, su heterosexualidad desbordante.
Y nos encontramos que con ese sentido
de la normalidad es con el que debemos convivir, mientras esta sociedad del
bienestar les pide paciencia a las mujeres heridas y a las asesinadas, a los
niños de África o a los niños de nuestros barrios marginales que juegan,
inocentes, o buscan lápices de colores para llenar su vida de algo más que
necesidad.
Y el sentido de la autocrítica duerme
devastado en las sedes de los partidos, en la cabeza del hombre hecho y
derecho, y crecido, como mandan los profundos anuncios publicitarios.
Entonces la vida se ha convertido es una
simple pelea por la vida y la razón consiste en quién sabe dar más gritos.
Nada de sosiego, ese parece ser el lema. Nada de salirse de las tercas casillas
ideológicas para comprender al otro, que se avecina llenando el Mediterráneo
con relatos que no escuchamos. Por aquí sigue la fiesta, y asiladas en las
urbanizaciones duermen las familias con los latidos del débito y la
incomunicación. Hemos creado una arquitectura que propicia la individualidad
absoluta, una prepotencia que acosa las frases lentas. Está mal visto ser lento
y no tener coche y guardarse el gorrión de los placeres dentro del pecho, como
si sus alas latieran con la fuerza del que está en continua emigración, porque
la vida es viaje con un principio y un fin, y los días debemos de mimarlos con
la paciencia con que las artesanas trabajan la madera o el barro. Mucha paciencia
para vivir en esta sociedad televisiva, paciencia que se está acabando, como lo
subsidios, como las playas con casitas de pescadores, como los párrafos largos,
que tanto nos abruman, y a los que ya no estamos acostumbrados.
Así que, por el bien común, conviene que nos deseemos respetuosamente, que nos enamoremos tanto y tan bien que seamos incapaces de herirnos, esa puede ser una vía para la recuperación, la recuperación del alma y de la tranquilidad, y una forma de despreciar el dinero y todas las empresas que negocian impacientemente, como los ambiciosos, sin contribuir ni solidarizarse con el resto de la ciudadanía.
Así que, por el bien común, conviene que nos deseemos respetuosamente, que nos enamoremos tanto y tan bien que seamos incapaces de herirnos, esa puede ser una vía para la recuperación, la recuperación del alma y de la tranquilidad, y una forma de despreciar el dinero y todas las empresas que negocian impacientemente, como los ambiciosos, sin contribuir ni solidarizarse con el resto de la ciudadanía.