Algunas
veces sueño que la Carmelilla va por ahí subida en una barquichuela
inventándose la letra de unos tanguillos de Cádiz o que de pronto, en mayo,
aparece en uno de los patios de Córdoba para cortar poemas como una costurera
corta un traje y nos da los versos sueltos para, después, unirlos a otros
poemas de mujeres con los que construimos el milagro concreto y escrito de la
sororidad.
¡Si ella supiera que le han dado su
nombre a una calle! Andaría por toda la ciudad con su sonrisa a cuestas y su ego
al límite de la divinidad, y todas brindaríamos con ella y le haríamos el gusto
porque es un verdadero y razonable homenaje, un acto de justicia.
Pues sí, existe la calle Carmen López
Román. Y los teléfonos suenan con la comunicación incesante de la alegría
porque han reconocido a una compañera. Esa es su herencia: ella que era el lazo
de unión, la savia de muchos grupos sociales, grupos que acabábamos conociéndonos
porque teníamos en común el ser amiga de la Carmelilla, ella que era la
enredadera que todo lo enredaba debe de estar, desde el tocino de cielo de las feministas, emborrachándose y creando nuevas redes. Y es que no cesa. Es por eso que todas
nos saludamos sabiendo que en algún momento disfrutamos de sus invenciones y de
su humildad.
Bienvenida sea esta memoria que florece,
y ya sabemos que pasaremos por su calle con la frase en los labios de “yo la
conocí”. Con el sentimiento de que de algo le ha servido tanto trabajo y tanto
conciliar unos con otros para que al final todos seamos amigos, todas seamos
amigas, y que su nombre crecerá entre la ciudadanía con la seguridad de hallar
un hueco seguro sólo con nombrarla: El hueco de la amistad, que ella siempre
procuraba con el saber estar de la que se maneja en todos los ambientes. No me
quiero ni imaginar lo que estará liando en el Más allá ni las fiestas que se
pegará por los siglos de los siglos porque ella, la Carmelilla, ya tiene su calle.
La Carmelilla en el Patio de Virginia (Patio Vesubio) en el 2011 |