sábado, 10 de noviembre de 2018

Los regalos




Decía mi madre a mi hermano y a mí que no debíamos apresurarnos a dar las gracias como si estuviéramos necesitados de quitarnos de encima el regalo que nos ofrecen, que eso sólo lo hacen los falsos agradecidos. A esta teoría tan peculiar vino a sumarse la enigmática manera que tenían de ejercer la gratitud las tías del protagonista de En busca del tiempo perdido, que solían expresarse de manera ambigua ante Swan cuando recibían algún obsequio de ese personaje lleno de dolor y fantasía amorosa.

         A esto vino a añadirse que no estábamos acostumbrados a recibir regalos grandes y lujosos. Recibíamos con gusto el pan moreno amasado y horneado por el panadero que conocíamos, la última chirimoya que se consideraba un objeto preciadísimo, con pepitas de oro negro, o las primeras castañas que coceríamos en la lumbre o una docena de huevos que traía mi primo José Antonio. También recibíamos con gusto las aceitunas verdes o el perejil y la yerbabuena que nos daban en el mercado.

         Más tarde recibiríamos libros, ropa de los primos de Málaga, juegos estrambóticos que habían pertenecido a ellos, caramelos que nos traían las tías. Pero entristecíamos si nos hacían regalos demasiado buenos y nos mirábamos como diciendo: "¿Ahora qué voy a hacer con esto?, ¿qué necesidad tengo yo de una noche de hotel si estoy tan bien en mi casa donde veo día a día crecer el jazmín?, ¿por qué me regalan un perfume tan bueno que  hasta sale en la televisión si yo no tengo el cuerpo de esa mujer que lo anuncia?, ¿por qué se gasta tanto dinero si está la luz del cielo para colmarme todas las tardes?" En fin, que nuestra tristeza ante el despilfarro podía confundirse con la mala educación. Y hasta es posible que seamos unos mal educados, no lo niego, todo depende del punto de vista.



         El  otro día hablando con mi madre me dijo que le gustaría leerse el libro de esa mujer que vestía tan original y que acababa de morir.
         -¿El de Carmen Alborch?” -le pregunté.
         -Sí, el de esa.
         -Yo te lo llevo la próxima vez que vaya.
         -Pero si lo tienes que comprar no. Me lo traes si lo tienes tú, no vayas a hacer gasto.
         Le dije que no se preocupara que lo tenía en casa, que no tenía que gastar dinero. Y así se quedó tranquila.

         De vuelta de mi viaje a la casa materna venía cargada. Nada podía persuadirla, ni que le explicara que tenía que pasar las bolsas y maletas por el control que hay antes de subir al tren. Me traje aceitunas, el pan hecho por Paco Benítez, al que familiarmente llamamos el Chiquitín, al que conocemos y nos gana cada vez que quiere al parchís o al dominó. También me traje una fiambrera con arroz con leche y mil cosas más. Mientras yo estaba enfrascada intentando acomodar las viandas apareció de nuevo mi madre con una matita de romero como si se tratara del ramo más esplendoroso de la creación.

         -¿No quieres un poquito? –me dijo-. Huele muy bien.

         Yo le sonreí y le pedí que parara, que ya no podía con más regalos. Pero la vida nos está sirviendo constantemente gratas sorpresas: el viento fresco que nos da en la cara, el mecer del tren que nos procura el sueño, la música de las artistas callejeras con su violonchelo y su sonido a madera, la alegría de los jóvenes. Así que llegué a mi casa con el sentimiento de estar plena. Con el perfume humilde de un limón amarillo, cogido al amanecer. Gracias.