Nunca
se escribe linealmente, eso es un cuento chino de los reyes del descuido. Lo mismo que se relee un libro se reescribe un texto hasta que
todo encaja, y el ritmo y la letra se aúnan con el sentido de la frase, y forman
la imagen como si fuese un retrato que hay que desenmascarar. La hoja, toda hoja escrita, es un palimpsesto.
Al principio tienes todas las palabras: todas las palabras que están en el diccionario y las que no se encuentran en él. (Las que viven en los campos de la
exclusión suelen ser las más vivas
y las más interesantes). Usted sólo tiene que escogerlas para su relato, para
iluminar su idea, es fácil, lo difícil es crear un idioma, que es una obra de
la ciudadanía no de un solo hombre llamado Adán. Pero escribir es fácil. Sin
darte cuenta, ante el cuaderno, te llega la luz de los matices infinitos como
si la escritura fuese un ejercicio caleidoscópico, como si usted fuera una
inconsolable huérfana que no se cansara de decir “mamá”. Si usted es un hombre,
gracias a la imaginación, también puede transmutarse en una inconsolable
huérfana y ser lo que han llamado, con mala intención, el sexo débil; ser el
sexo vituperado. Esa es una de las ventajas de la escritura, la mayor
ventaja: experimentar la libertad absoluta.
La libertad de ir por el campo como una
pastorcica y no tener miedo, la libertad de entrar o no a un fumadero de opio
lleno de extravagantes poetas románticos, la libertad de andar desnuda y
bañarte en las aguas de un río poético, la libertad de apreciar, sobre todas
las cosas, la amistad clara, la libertad de dar un grito, de bailar, de
enamorarte de alguien y abrazarlo como si fuera tu tierno y lindo muñeco de
trapo.
La libertad para encontrar tu palabra
libre, no la que quieren que digas unos u otros, sino que vas buscando, capa a
capa, del mármol del lenguaje, aquella expresión que te hace respirar mejor. Es
una danza entre el silencio y el decir, entre el silencio puro, a veces, o el
silencio turbulento. Pero usted siempre es quien elige lo que más cómodo le
sienta. Un buen relato te hace querer salirte de ti, por eso
todas las escritoras vamos rodeadas de un aura de silencio, es nuestra forma
de protegernos frente a aquellos que les gustan romper los mecanismos para ver
donde se esconde la divina inspiración, esa dama hecha, sobre todo, de experiencia: cuanto más se escribe, mejor se escribe.
Las buenas escritoras sonríen mientras
ajustan cuentas y después firman Patricia Highsmit con naturalidad, o hablan de
mundos fantásticos sin tener que pasar por friki como Ursula K. Le Guin, o
friegan los platos mientras lloran o meten, de pronto, la cabeza en el horno
como Sylvia Plath, o simplemente son geniales y tuercen el idioma para que
parezca primigenio y las olas del mar te bañen con su libertad como Virginia
Woolf te baña con su prosa, o simplemente se irritan o simplemente viven por encima de sus
posibilidades y beben licores carísimos y no ahorran en palabras, pero tampoco las desperdician.
O beben agua cristalina acariciada por el viento gris. Las escritoras, más que
nunca, somos peligrosas y hablamos de lo innombrable y derrochamos libertad.
Por eso las escritoras somos tan felices, porque hacemos en cada momento lo que nos da la gana, porque
sabemos estar calladas todo el tiempo que haga falta hasta que captamos ese
detalle necesario y valiosísimo que nadie sabe que estamos buscando, porque es
inconfesable nuestra aventura y somos capaces de subirnos a los árboles para
liberar globos enredados. Para dar la libertad, porque eso es escribir: regalar
generosamente la osadía de ser cada vez más libres, como una pastorcica sola y sin
miedo por el bosque de los melocotoneros. Porque hacemos lo que tenemos que hacer
sin dar ruido. Y eso, queridos míos, le pese a quien le pese, será el próximo gran capítulo en la historia de la literatura.