Cuando tengo dudas miro a Cádiz. Me acerco a
ella en tren, las vías acariciadas por el agua hacen de esta entrada a la
ciudad uno de los más hermosos viajes. Y cuando llegamos a esa estación
afortunadamente humana, sin grandezas de vanidad, solo con el orgullo de la
vecindad del puerto, respiramos a sal atlántica, a infinito azul.
Son innumerables los trayectos en esta
ciudad pequeña, diversas las callejuelas y numerosas también las librerías
donde podemos encontrar Los héroes del
jazz y el country o la Geografía de Estrabón, alguna versión de Antígona o
postales antiguas donde observamos lo efímera que se vuelve la vida cuando ya
no somos niñas pequeñas que juegan a montar en bicicleta y ser ganadoras de
todas las carreras: El placer del viento enredado en tu cabello, el placer de
la velocidad y el ejercicio. El placer de la igualdad en los entretenimientos y
el ansia de devorar la existencia porque la existencia es simplemente bella.
La concreción de las ortiguillas, de
las gambas, de los erizos, de los cerezos japoneses rosados como las mejillas
de Baco. La concreción de las tortillitas de camarones, del pan, de la amarilla cúpula de la
catedral, de sus torres y sus terrazas, del canto y de la alegría, de la
capacidad de crear una constitución y de reírse por todo, de todo. Eso es Cádiz.
El olor a sal y a ijada de atún y
mermelada de tomate, la dureza de roca de los ostiones, la capacidad de asumir
la derrota y la victoria, el milagro de todos los atardeceres y de todas las
amanecidas, y el azul intermedio que es como un agua que no se puede asir.
Es el lugar interminable porque en
cada rincón hay una historia, un personaje, una mirada delicada sobre la
realidad para transformarla en tanguillo. Una nostalgia que se esconde en el
Pay-pay, en el barrio del Pópulo, y una frescura juvenil que se baña en la
playa de Santa María de Mar.
Cádiz es todo: Quiñones en chanclas
por la Caleta y las papas aliñás con buen vinagre y mejor aceite y lujuriosa
cebolla encarnada. Cádiz es el refugio de las críticas más severas hacia
nuestros líderes y la canción de las mujeres, que cada día más, cantan
libremente: Así se puede ver en el Carnaval de los Jartibles, el Carnaval Chiquito, donde la población se despide sin querer despedirse del goce de disfrazarse. Un
disfraz para decir la verdad, un disfraz para ser rebeldes y más rebeldes y más
rebeldes. ¡Viva Cai y esa sabiduría para la crítica y la felicidad! Tenemos que
aprender de esa forma de escuchar, digerir y después contestar.