Siempre
me ha costado trabajo aconsejar a los demás lo que deben hacer, pero una amiga me ha pedido que reflexione sobre las próximas elecciones y yo no sé negar nada a las amigas. Creo que la
vida con sus prohibiciones y desfiladeros es un camino único e intransferible y
que la voluntad de los seres humanos tiende a saber, en la oscuridad de la
noche y sus sueños, cuando se hablan a sí mismos, el mal que provocan y el bien
que regalan. Sólo hace falta escucharse y poner nuestras emociones en contacto
con el mapa emocional de los otros para ver cuándo dañamos y cuándo curamos. Es
decir, hay que vivir en contexto, y reservarse espacios de silencio para recoger
ese análisis del exterior y digerirlo, y vernos respirar pausadamente ante el
bien, y con celeridad ante lo que nos turba. Y hoy, señoras y señores,
todos los políticos han elegido dirigirse a nuestra parte más anecdótica, más
zafia, menos cultivada, más turbadora.
Y es así que se escriben las páginas de
la historia colectiva con trazos gruesos, sin tener paciencia para los matices,
y vivimos apabulladas por el ritmo impositivo de la calumnia y la mentira.
También estamos rodeadas por el ruido deseante de la publicidad, que nos hace
personas constantemente insatisfechas. Por
otra parte el relato sentimentaloide y cautivo no se ha ido de nuestras
instituciones nunca, y nos encontramos con que los partidos se dirigen a
nosotras groseramente con eslóganes reduccionistas mientras la administración busca
confundirnos con su ilegibilidad rebuscada. La lírica también es rebuscada,
obsesivamente intelectual y marcadamente misógina. ¿Qué hacer entonces cuándo
vayamos a las urnas?
Yo buscaré la papeleta más apaciguada,
la que no me grite ni me tome por tonta, la que haya condenado la policía patriótica,
la que respete mi humildad y mis medidas, las ganas de profundidad y de
respeto. La que no nos haga dar pasos atrás ni aspaviente avisperos, la que no
se asiente en la trampa ni la picaresca, la que crea en la verdad que sale de
las bocas de las violadas, la que quiera superarse a sí misma y sepa delegar y
andar despacio y buscar encuentros en vez de pelea. ¿Existe esa España? Por lo menos existe ese deseo, es la España que quiere crecer y piensa que ya está bien de frases altaneras y
de mares llenos con la muerte de lo distinto. Y si no existe ese país debemos exigir su
existencia con nuestra clara respuesta, con nuestro ánimo puesto en el oído no
en lo dicho. Seamos rebeldes, busquemos la humanidad suprema, esa que nos hace
construir amabilidad.
No soy quién para dar consejos, pero he de confesar que tampoco me gustan el derroche ni las ambiciones desmesuradas. Votemos a aquellas
ideas que no nos hagan perder el sueño y que se muevan desde el centro de
nuestro ser con la honestidad de una buceadora que, con madurez, escucha sus
propios latidos y ya sabe coordinar el corazón y el cerebro y, además, tranquiliza su mente con las buenas leyes que nos procuran construir un deleitoso estado
narrativo, cuyos muertos descansan en paz, y los vivos han aprendido a dialogar. Votemos sin ser esclavas de las urnas, no hagamos de ellas acuarios ofrecidos cada cuatro años para satisfacer jerarquías. La democracia se hace horizontalmente y sin estridencias, con cada gesto, con cada buenos días.