sábado, 27 de abril de 2019

Hacerse el tonto




Quizás uno de los encuentros más desafortunados que existe es tratar con alguien que ha decidido hacerse el tonto, dejar vagar su raciocinio por los campos de la ignorancia premeditadamente y poner cara de “conmigo no va” o “yo no he sido”. Me parecen peligrosas esas gentes porque con su estrategia de bobería torpedean toda capacidad de construcción consensuada.

         Son más numerosos de lo que creemos esos apostadores que se apartan de la lógica y el sincero afecto, y se encargan de aparecer como ejecutadores del “yo no me he enterado” o “no me he dado cuenta”. Son los amigos de lo soez, de la falta de respeto, del matón físico o pseudointelectual, los que se hacen la foto con el gamberro de la clase y, encima, quieren aparecer como buenos o como se dice ahora: equidistantes. Son los que con su pasividad activa hacia lo no democrático siembran vientos, le dan alas a lo inhumano.

         Hay un libro magnífico de Rosa Sala Rose que siempre regalo a mis amigas, se trata de El misterioso caso alemán. Un intento de comprender Alemania a través de sus letras. En él analiza cómo el nazismo consiguió colarse en la sociedad alemana hasta provocar el desgarro más funesto que hemos presenciado en Europa. Yo creo que la culpa fue de los idiotas, de aquellos que no se  interesan por los asuntos públicos sino sólo por los privados, es decir, de aquellos que ponen por encima de todo lo suyo, hasta convertirlo en una parodia de su propia personalidad no dispuesta a salirse del individualismo feroz o, dicho de otra manera: de su muy alto nacionalismo personal. Ese era el sentido que tenía la palabra idiota en la antigua Grecia.

         Con estas personas no se saca agua clara nunca porque todo es torbellino, efectismo y gracieta. No se puede llegar a acuerdos porque en el fondo defienden al fuertote de turno, al que ha conseguido todas las miradas de sus compañeros de colegio y ahora se afana en su última gamberrada. Y el resto de la población mira estupefacta el espectáculo del nacimiento de la chabacanería, que ha ido creciendo gracias al abono de la ignorancia política que ha propiciado tanta tertulia ruidosa e inconsecuente.

         Debemos ponerle freno a esos que ríen las travesuras fascistas, que ríen las gracias al que enarbola una sentimentalidad desbocada donde debería reinar la tranquilidad y el pulso de cirujano para curar a esta España enferma, dolorida por la superficialidad y el regreso de los que ahora, sin vergüenza, se atreven a manifestarse como herederos de “eso no tiene importancia, es cosa de mujeres” o “el Valle de los Caídos es sólo un monumento, sólo es historia”. Empecemos por no reírles las gracias, sus chistes burdos, y seamos conscientes de que esas maneras tajantes sólo esconden la tontería de quien quiere enredar, de quien en el fondo teme la responsabilidad de tratar con una sociedad madura, que no permite que la engañen simplemente porque un día tuvo que abrazar el olvido para sobrevivir. Dejemos de ser personas olvidadizas. Recordemos desde el fondo de nuestras almas esas maneras, ese baile gestual de lo facha, pongámosles dique a esa extravagancia, a ese fenómeno de errar por el camino de la sensiblería y la exhibición de la fuerza. No nos hagamos los tontos, parémosles antes de que crezcan. Sus pozos están secos de cortesía, sus brocales no son hermosos, de ahí no surge la pureza del agua ni el saber comunitario. No sigamos con el frenesí del olvido y, sobre todo, no nos durmamos en la nostalgia vana: Conduzcámonos como personas crecidas que saben diferenciar lo bueno de lo malo, que aspiran al acuerdo frente a la terquedad. No abracemos la tontería, las buenas amistades se hacen con talento y quietud, sin perder ni un minuto la consciencia. Sólo así sacaremos buenas notas en Democracia.