En
una ocasión, que experimenté profundamente la soledad, vino a mis manos El mito de Sísifo; desde entonces cuando
quiero orientar mi espíritu me dirijo a esas páginas que escribió Albert Camus.
El libro comienza con una cita de
Píndaro: “Oh, alma mía, no aspires a la vida
inmortal, pero agota el campo de lo posible.” Fue leer esos versos y
comenzar a mirar a mi alrededor y ver las riquezas que me regalaban todas
las mañanas e iban creciendo a lo largo del día: la luz del amanecer, el agua
corriente, el verdor de las laderas, la diversidad de los árboles, las
esculturas espontáneas de las nubes y el fondo nocturno perfumado por la dama
de noche. Conté, como si fueran estrellas, las amistades posibles que me
alegrarían mis sentidos y el amor que estaba dispuesta a cultivar, que no sería
un amor cerrado, ya saben lo de “en la calle codo a codo somos mucho más que
dos”. También di las gracias por esa manía tan española de llenar los kioscos de
coleccionables que me otorgaba la posibilidad de crear una pequeña biblioteca,
mía, mía propia.
Albert Camus leído en la salada Málaga,
bajo la luna inmensa, se convirtió en el más querido compañero de la hora
juvenil y un tanto confusa que experimentaba. Me entraron unas profundas ganas
de vivir y de mirar el mundo y prestar mucha atención. Sin saberlo seguía la
técnica de Simone Weil: observar. Y observar se convirtió en el mayor juego, el
más fructífero.
En todos estos años de minuciosa
observación si he aprendido algo es que está muy feo quejarse, se tiene lo que
se tiene y se pelea lo que se quiere, y he visto quejarse, precisamente, a los que disfrutan de más posesiones. Hay barrios, en todas las ciudades, deslumbrados por
las hogueras nocturnas y la marginalidad, donde la belleza de la infancia se
estanca prontamente y no tienen posibilidad de crearse una pequeña biblioteca.
Esos seres son las que debemos tener en cuenta: la sociedad vulnerable, las
personas desplazadas de su propia humanidad, que entristecen en cada una de las
elecciones porque no saben quiénes son los suyos y hasta su entorno no llegan los
coleccionables: las obras completas de la filosofía o las biografías de las
mujeres importantes.
Me parece de muy mala educación no
tener en cuenta como prioridad suprema a ese sector de la población que es capaz
de ejecutar versos de una belleza igualable a la flor del loto, gentes que aman
la poesía con una emoción llena de sinceridad. Gentes que todos los días cargan
con su piedra pesada y suben la montaña del desprecio y la exclusión para ver
cómo se repite la tarea de la supervivencia, y tienen que arrastrar con ese fardo pesadísimo como si fueran Sísifo, el condenado constante a repetir un
trabajo que a nada lleva ni nadie reconoce.
Creo que asumir esa belleza que nos
regalan, mirar a los ojos de los que piden y escuchar a los que no tienen es lo
más necesario, lo más urgente, el principio vital de toda comprensión completa de la realidad, que
nadie se quede fuera de juego debe ser el punto primordial de las agendas. Me
da igual el nombre que quieran ponerles a esa tarea, si lo desean llámenla Segunda Transición, me da igual, el reto es que nadie sufra la desazón de la
calle fría y despojada, sin posibilidad de acceder al cobijo de la cultura. Hay
que dar un paso más: que la inteligencia no se pare en el sofoco de los datos y
la numérica erudición, que descubramos el placer de pensar con el corazón y que no
se admire al que muestra simplemente maneras enumerativas. Las cosas no son como empiezan
sino como acaban, o mejor y más sutilmente expresado, como dice el lema del barco escuela italiano Américo
Vespucio: “No el que empieza sino el que persevera.”