La
confianza es ese elixir que se cultiva con la amistad, ese respeto a la palabra dada, ese ponerle cara a los
nombres y ese estrechar la mano honrada. Eso es lo que no quieren que tengamos
los poderosos adinerados, por eso cambian con tanta frecuencia al personal de
los bancos, para que no trabemos vínculos.
Ellos tienen sus clubes y cenas
privadas, sus almuerzos de trabajo y desdén, los cuellos blanquísimos, el
derecho a la intimidad y al constante aire acondicionado. A nosotros nos
quieren convencer del individualismo a ultranza, de que no necesitamos ningún
tipo de asociación. Ellos tienen las luces estridentes con las que nos distraen
y la oscuridad de las cajas fuertes.
Si queremos llevarles la contraria, si
queremos sacar algo de provecho tenemos que emprender la noble tarea de
mirarnos a los ojos y buscar la sinceridad, adoptar ademanes afectuosos con la
vecindad y no tirar plásticos en las playas. Si queremos generar confianza
tenemos que aceptar que todos respiramos el mismo aire aunque ellos se empeñen
en crear ficticios oasis, que son
hoteles con piscinas mirando al infinito. Y, señoras y señores, tengo que
deciros una cosa: el infinito no existe.
No existen el manantial inacabable ni
la mujer que espera eternamente, no existen los olmos centenarios para que
venga un desdichado a cortarlos como si los cientos de años fueran un regalo
leve. No existen el camino sin meta, la sinfonía sin fin, la confianza sin
respuesta, sin la noble respuesta de quien quiere que ese pacto no se rompa.
Así que si queremos ser rebeldes de
verdad tenemos que generar pactos de confianza, sembrar en ese cercado porque
ellos, los ricos, desde sus yates, es lo que
hacen constantemente. Así que nosotras, las personas sin millones,
debemos actuar como linces, como hermosos linces que tienen derecho a un hogar,
a que no nos quiten la tranquilidad la hipoteca o el abismo supremacista y
cruel. El país, ese macropaís llamado Europa que tan mal sabe negociar la ternura o, dicho con
precisión, los derechos humanos, está cayendo en uno de los más graves errores
de su historia: no quererse entender con los países que colonizaron y dejan, por
desidia, morir en el Mediterráneo a la belleza de África.
Hagamos un alto en el camino, actuemos
todos como si fuéramos bohemios, como si tuviéramos un grupo amplio de amigos
de verdad, de carne y hueso, como si todos fuéramos sencillos y profundos y quisiéramos,
después de haber reflexionado, cultivar esa amistad. Hagamos un alto en el
camino y abracemos a nuestras amistades, esas que se juegan la vida en la mar,
esos a los que llaman emigrantes y están más cerca de nosotros que cualquier
hombre rico y egoísta que sabe, a la perfección, los ritos de la alta sociedad.
Hagamos un alto en el camino y reconozcamos cuánto nos parecemos a esos hombres
y mujeres, niños y niñas que se ahogan en el agua azul.