Mi madre recibió a la muerte con alegría, como si
estuviese tomando el sol, relajada y con una sonrisa deliciosa. Mi familia la
aceptó con benevolencia. Es lo que tocaba. Nosotros, que no tenemos la
costumbre de tener dinero, tenemos, sin embargo, un rico mundo interior y en él
caben, en igualdad, los vivos y los que dicen que se van. Y en nuestros diálogos
participan los que existen en este mundo y en el más allá con la naturalidad de
los que no pierden el contacto, porque en el fondo no dejamos que nadie se vaya
y creemos, fielmente, en que existe la vida eterna, ya sea en el verde de las
hojas del limón o en las aguas serenas del mar. Creemos en algo más que la
resurrección, creemos en que nada se extingue y que vivimos dentro de un baile
infinito.
A mi madre le gustaban los regalos mesurados: un
kilo de boquerones plateados o una bandejita con higos, un manojo de espárragos, una liebre, un poquito de lomo o una sombrilla de flores. Tenía la certeza de que la cultura no es de las
élites y creía que ir a la playa lo arreglaba todo. Manejaba como nadie los
hilos de la conversación y tenía una mente creativa y un gran, y naif, sentido
del humor que todos hemos heredado.
En una ocasión me dijo que cómo podíamos admirar a
Santa Teresa con el daño que se hacía a sí misma, en otra me habló de la melodía
Para Elisa de Beethoven y me preguntó
qué libro estaba escribiendo ahora, le respondí que uno de fantasía, de reinas
y príncipes y me dijo que si los pobres no tenemos derecho a la fantasía. Nunca
he hablado tanto con nadie como con mi madre; hablar a mi manera, aunque no la
tuviera delante. Se fue el 20 de Enero de 2022 y no me despedí de ella, le
dije: seguimos jugando.
Me la imagino en las verbenas del paraíso marcándose
un bolerazo con mi padre, ambos contentos, la veo en los jardines celestiales
cogiendo frutas de los árboles abundantes, la escucho charlar con todos los que
estaban esperándola y me llega su risa de mujer inteligente que no quiere que
nos preocupemos por nada, porque ella está bien, allí, adonde sea, con su
marido y sus deseos de construir felicidad.
A todos los que nos han acompañado estos meses les
doy las gracias y les pido que brinden por Agustina López Díaz, la primera
mujer que fundó una ferretería en Campanillas, la que nos llenó de dones: la
risa, la autocrítica y la honestidad. La que nos enseñó a elegir a la buena
gente, rodearnos de honradez. Ella, Agustina la Medianera, la que amó y ama a
todos los que nos procuran el bien. Agustina, la que abrumada por mi mirada
fija que no dejaba de observarla en su lecho, se despertó de pronto y, con
gestos, me indicó que me pusiera a leer y a escribir.
Agustina López Díaz |