sábado, 12 de marzo de 2022

El thé

 


Como soy un poquito snob escribo thé con hache intercalada y tilde cada vez que se me antoja. Así se escribe en francés, mi casi segunda lengua racional, como su gramática estricta y su acentuación a rajatabla, y su literatura que habitúo para no perderme, porque la lengua francesa es como un reloj ajustadísimo y bien engrasado, y yo la hablo torpemente, y conozco que hay muchas cosas que desconozco de ella como si fuera una persona que amáramos en la distancia.

 

            Sufría mucho porque en España no podíamos tomar un thé como Dios manda y en los bares te servían un poquito de agua con una bolsita triste, afortunadamente ese tiempo ha pasado. En mi casa siempre hemos tomado esta infusión a media tarde, thé negro con matalahúva y canela y, tal vez, una tortillita a la francesa para merendar. Quien hacía buen thé era mi tía María Fernández, la mujer de mi tío Día. Cuando iba a visitarlos con mi bicicleta veloz siempre me lo ofrecía y lo tomábamos con la puerta de la casa abierta, como ellos acostumbraban, mientras charlábamos de lo misterioso de las pirámides o de las piscinas que tienen los ricos, por poner un caso.

 

            En Málaga, afortunadamente, se podía pedir en las cafeterías un thé americano hecho con leche, limón y canela, yo lo rebajaba con una poquita de agua, el thé era negro y delicioso. En Melilla, que es lo más cerca que he estado de Alejandría, se toma una maravilla de thé verde con yerbabuena; mi suegra que es veloz e inteligente como su hija, me ha llevado a las mejores teterías y hemos disfrutado esa infusión  incluso a la hora de desayuno.

 

            En mi casa tenemos un samovar que trajo mi cuñada, y mi mujer dice que nunca ha visto una familia que beba más agua caliente que nosotros, los Jiménez López. A mi mujer, para impresionarla, la llevaba a las teterías, las de la calle Elvira de Granada, hasta que me confesó que a ella le gustaba el café y entonces, para impresionarla, la llevé al hotel Alhambra Palace desde donde se ve la buena vida de la ciudad, desde su terraza, y se aprecia el frescor en la cara, el aire de la Sierra Nevada. Otro sitio que me gustaba de esta ciudad del frío era el Cannonball, bar regentado por un asiático y que me hizo un thé americano mientras pinchaba el Concierto de Aranjuez interpretado por Miles Davis; el jazz, ese delirio en que parece que los músicos no se van a poner de acuerdo hasta que, de pronto, coinciden.

 

            ¿No creen ustedes que es la hora de la coincidencia, la hora del thé? ¿no creen que es la hora de abrir, con el vapor que despide la bebida de nuestra taza, un poquito nuestros corazones y enriquecernos con la charla íntima que provoca saborear este líquido maravilloso?