Como
soy un poquito snob escribo thé con hache intercalada y tilde cada vez que se
me antoja. Así se escribe en francés, mi casi segunda lengua racional, como su
gramática estricta y su acentuación a rajatabla, y su literatura que habitúo
para no perderme, porque la lengua francesa es como un reloj ajustadísimo y
bien engrasado, y yo la hablo torpemente, y conozco que hay muchas cosas que
desconozco de ella como si fuera una persona que amáramos en la distancia.
Sufría mucho porque en España no podíamos
tomar un thé como Dios manda y en los bares te servían un poquito de agua con
una bolsita triste, afortunadamente ese tiempo ha pasado. En mi casa siempre hemos tomado esta infusión a media
tarde, thé negro con matalahúva y canela y, tal vez, una tortillita a la
francesa para merendar. Quien hacía buen thé era mi tía María Fernández, la
mujer de mi tío Día. Cuando iba a visitarlos con mi bicicleta veloz siempre me
lo ofrecía y lo tomábamos con la puerta de la casa abierta, como ellos
acostumbraban, mientras charlábamos de lo misterioso de las pirámides o de las
piscinas que tienen los ricos, por poner un caso.
En Málaga, afortunadamente, se podía
pedir en las cafeterías un thé americano hecho con leche, limón y canela, yo lo
rebajaba con una poquita de agua, el thé era negro y delicioso. En Melilla, que
es lo más cerca que he estado de Alejandría, se toma una maravilla de thé verde
con yerbabuena; mi suegra que es veloz e inteligente como su hija, me ha
llevado a las mejores teterías y hemos disfrutado esa infusión incluso a la hora de desayuno.
En mi casa tenemos un samovar que
trajo mi cuñada, y mi mujer dice que nunca ha visto una familia que beba más
agua caliente que nosotros, los Jiménez López. A mi mujer, para impresionarla,
la llevaba a las teterías, las de la calle Elvira de Granada, hasta que me confesó que a
ella le gustaba el café y entonces, para impresionarla, la llevé al hotel Alhambra Palace
desde donde se ve la buena vida de la ciudad, desde su terraza, y se aprecia el
frescor en la cara, el aire de la Sierra Nevada. Otro sitio que me gustaba de
esta ciudad del frío era el Cannonball, bar regentado por un asiático y que me
hizo un thé americano mientras pinchaba el Concierto de Aranjuez interpretado
por Miles Davis; el jazz, ese delirio en que parece que los músicos no se van a
poner de acuerdo hasta que, de pronto, coinciden.
¿No creen ustedes que es la hora de
la coincidencia, la hora del thé? ¿no creen que es la hora de abrir, con el
vapor que despide la bebida de nuestra taza, un poquito nuestros corazones y enriquecernos
con la charla íntima que provoca saborear este líquido maravilloso?