Hoy
les iba a hablar del bello sabor de los helados, de la exquisitez de la cassata
de Los Italianos en la ciudad de Granada,
en la Gran Vía toda adornada de ginkgos bilobas, y de la alegría que procura sus
sabores.
Pero la vida ha sido interrumpida
aquí en mi ciudad, la ciudad donde vivo y considero mía, porque como dice la
poeta María Victoria Atencia en su poema Exilio:
“Andar es no moverse del lugar que escogimos”. Pues bien, aquí en Córdoba el
fin de semana pasado violaron a una muchacha de 18 años. Fueron tres los
delincuentes, uno tenía 18 años, otro 35 y otro 42. Y no contentos con la
fechoría grabaron el evento en video. Eran
de tres generaciones distintas y esa brecha no les impidió ponerse de acuerdo
en el daño, en las risas de desprecio y en la cosificación que ejercieron sin
miramiento.
Si no hubiera pasado esto yo les hubiera
contado que en Granada tenía un grupo de amigas y que habituábamos la heladería
y que allí hablábamos de nuestras pequeñas aventuras, de nuestra historia con minúscula
pero que tanto bien nos hacía porque así nos cuidábamos unas a otras. También
les hubiera hablado de los helados de Málaga, ciudad donde crecí y de cómo mis
amigas de allí eran también hermosas y paseábamos por la calle Larios con un cucurucho
de turrón en la mano. Éramos inocentes, rodeadas de tabúes y llenas de
ignorancia, teníamos toda la vida por delante. Esta joven que se ha adentrado
en nuestras vidas también era inocente y no pensó en la maldad de estos tres hombres
que le señalaron la piel con un pensamiento reiterativo y doloroso, con una
señal en el mapa de su cuerpo que desde ahora dice miedo y no para de imaginar
el miedo.
El hecho cruel de esta manada de
maldad ha venido a colarse en mi relato de las heladerías, en el relato de la
vida dulce de la joven agredida que ya, para siempre, sabrá dónde está el
descampado del polígono de Amargacena, el escenario del delito, oscuro y sin
ley, sólo con la fuerza como guía en esta violación grupal, otra de tantas de
este verano.
Nos reunimos, convocadas por la Plataforma contra la Violencia a las Mujeres, con calor y abanico, en el templete de la calle Gran Capitán, a decirle con nuestra presencia a esta mujer que no está sola, que hable, que tiene quien la escuche. Que todas hemos interrumpido nuestras vidas para afirmarnos, más que nunca, como feministas. Y que esa es la mejor vacuna que le podemos dar a nuestras hijas, que estén educadas en el feminismo y que tengan conciencia de su ser, que paseen con orgullo su inteligencia, que estudien, que trabajen, que bailen, que canten, que ninguno de estos mequetrefes acomplejados tienen derecho a arrebatarle la alegría. Y que cultiven la amistad entre mujeres, el parler femme (el habla particular que se establece entre nosotras cuando estamos juntas), que vayan a tomarse un helado y que establezcan las raíces de sus pequeñas historias para que nadie, nadie se aproveche de su candidez.
Han detenido a estos hombres
peligrosos. La subdelegada del gobierno ha mostrado su condena. Los jueces han
actuado con diligencia ordenando el ingreso en prisión provisional. Todo esto,
el accidente que supone vivir cuando la vida la ensucian malhechores se ha
colado en este mes de agosto, mes propicio para tomar helados, para nadar, para
jugar, para amar. Todo esto ha venido a colarse en la ciudad que bruscamente
percibe su presencia en los telediarios.
A esa violencia ha venido a oponerse
urgentemente la convocatoria de la Plataforma contra la Violencia a las Mujeres. Y
ahí queda constancia de nuestro acompañamiento. Cuando volvíamos de la
concentración comenzó a llover en la barriada de Miralbaida, llovía agua y
calor, truenos secos asustaron a los gatos, luminosos rayos enfurecidos parecían
retratar las acciones. El desgarro manifestado por el cielo no es más que una décima
parte de nuestro enfado: Estamos alertas y en pie. No permitiremos que nadie
modifique el curso de nuestra vida, que nadie interrumpa la vida con sus
pezuñas acosadoras. Joven muchacha, estamos contigo.