domingo, 17 de enero de 2016

Anecdotario

    

           En broma les digo a mis amigos que los malagueños nos parecemos a los japoneses. Ustedes nunca sabrán lo que un malagueño está pensando por más que se plante delante y le mire profundamente a los ojos o comparta chistes y chascarrillos. Hoy en día, que se lleva hablar tan bien como las azafatas del AVE, se está perdiendo decires llenos de sal. Y la globalización, que todo lo empaña, nos hace parecer salidos de un laboratorio en que nos incrustan la norma lingüística en vez del habla materna. 
 
            Cuando vi al primer japonés en mi vida tenía diez años. Bueno, no me voy a quitar mérito: eran muchos japoneses y venían en  una excursión que visitaba el colegio para ver no sé qué. Ese mismo año habíamos estrenado las instalaciones y paseábamos a nuestras anchas y parecía que nos íbamos a suicidar tirándonos de la “chorraera” que en castellano se dice “tobogán”. No estábamos acostumbrados al lujo de tener tanto espacio y tanto maestro. La luz era clara resplandeciendo en las gayombas amarillas y los libros parecían tener solución para todo. El nuevo director era hombre moderado y el universo tenía unas distancias inaprehensibles.

            Me recuerdo, con mis compañeras, corriendo detrás de los japoneses que tanto nos entusiasmaron y cada vez que veo a un nipón me abruma aquella emoción infantil de poder observar lo distinto. Por aquel entonces creía en lo invisible y le dejaba espacio a mi ángel de la guarda para que durmiera a mi lado. También comencé a estudiar otro idioma distinto del mío y nos explicaron lo que era la fonética. Pudimos reconocer los sonidos que pronunciábamos y ensayar ante el espejo la ese y la zeta. Jugábamos a las matrículas y rara vez hallábamos una que no fuera de la provincia.

            No quiero volver atrás, pero tampoco quiero que nuestro pequeño anecdotario (fíjense que humildad, no he dicho "historia") desaparezca enterrado por la convención de lo normalizado, como no quisiera que mi ser quedara enterrado entre tanta palabra reglamentariamente pasada por los filtros de la R.A.E. La lengua es un mecanismo que propicia el crecimiento personal, la madurez, la lengua es la mayor democracia que existe y con ella quiero decir que aquel día, supremo, nos entendimos por señas con los extranjeros. No sabíamos qué eran los nacionalismos.

Los japoneses se fueron. Al tiempo colgaron unas fotos de la visita en las zonas comunes del colegio y los chiquillos nos arremolinábamos alrededor a ver si nos encontrábamos a nosotros en aquel momento histórico. Después vinieron los relojes digitales, Meteoro y Heidi y la vulgar sensación de que conocíamos el mundo entero a través de la televisión, y de que los ángeles de la guarda no existen y de que las angelitas no entraban en el cupo de la paridad  ¡Vaya fraude! 

 No hay nada más bonito que conocer al extraño, invitar al huésped a unos poquitos de boquerones en vinagre y encontrar rasgos comunes para poder comunicarnos, hacer de la lengua un lugar de acogedor encuentro no de posible desafío. Por eso no me gustan los imperativos con que  nos abruman y que tanto se llevan, por cierto, en la red; con lo bonito que queda eso de "me complazco en invitarle" en vez de "id, venid, visitad, seguidme" o el horrendo infinitivo con intención, también, de mando, y tan de moda en Twitter, por ejemplo. 

          En fin, yo, para guardarme de arañazos y servidumbres, no entro en conversación con los que aceleran el ritmo o alzan la voz. Vivamos las pausas y la placentera lentitud como si fuera la regla número uno del protocolo democrático, hagamos tiempo para el disfrute de la vida, para la contemplación de lo nuevo y lo viejo, porque como sigamos desterrando nuestras vivencias de lo cotidiano, ya mismo, la mentira va a parecer la verdad, o lo que es peor; la historia de la verdad, y nosotros, todos, una excursión de japoneses que no se entienden entre sí.