Tal vez la regla para asegurarse de que una es
elegante es no decir palabras que agravien, dejemos esa tarea a los machistas
de salón, a las empresas de requetediseño, a las severas esteticiennes, a todos
aquellos que quieren imponernos lo que se llama buen-dorado-gusto. Pero
en este escenario donde la construcción se ha comido los morales y sus frutos,
donde los ladrillos llegan hasta el mar y la espuma del mar es oxidada y
aceitosa, nadie quieres escuchar que somos una sociedad kitsch.
Tal vez la regla general debería ser
un silencio profundo cuando un amigo nos confiesa un problema, un hablar sereno
cuando queremos saber lo que queremos. Pero en este escenario, en que no hay
marco donde se pongan los límites del bien y el mal, nadamos en la abundancia
plástica del sinsentido.
Siempre admiré Portugal, su
literatura, su humildad, los fados, la posibilidad de una revolución sin tiros,
de nuevo su humildad. Nos debatimos entre ser como ellos o como los otros, los
alemanes, los inventores de la palabra kitsch. Y seguimos obsesionados con que
el crecimiento es la única solución para este invierno en que es ya una
evidencia la calentura del clima. Mientras tanto pisa fuerte lo hortera y sus
secuaces, llámese mayoría o como quiera, fraguados en las imágenes de líderes o
lideresas que no saben mirar más allá de sus balcones situados en primera línea
de playa. Hemos aprendido muy poco de la crisis.
¿Para cuándo dejaremos atrás la
cultura del coche, la figuración excesiva de lo burgués, el miedo a ser nobles
y sencillos, nobles como los materiales nobles, la madera por ejemplo? ¿Para cuándo
dejaremos atrás esa disposición a ser la gran discoteca de Europa mientras
nuestras urbanizaciones de falso confort se comen huertas de vides, limoneros o
cañaduces? Ya no somos productores de
nada, sólo de más abundancia vulgar, de más y más plástico irrompible, esa es
la base de nuestro desmesurado infinito.
Y, sin embargo, estamos bien. Creedlo:
estamos bien, mucho mejor que una refugiada. Y, sin embargo, no queremos
pronunciar palabras que nos comprometan a acuerdos por si acaso perdemos. Las
nuevas izquierdas se enfrascan contra las antiguas como niños mimados y resentidos
que no quieren perdonar a sus padres lo que sí disculparían a un tío-abuelo de
derechas. Por favor, dejemos atrás el miedo de ser decentes y cariñosos,
dejemos ese cinismo que venía incluido en nuestros autos de lujo y hagamos
sencillamente un lugar donde los árboles y sus cobijos sean respetados, un
lugar más allá del fuego y de las leyes que reinventan lo edificable para
provecho de unos cuantos. Hagamos la sencillez y demos, de una vez por todas la
espalda a lo kitsch. Sólo hay un problema: que consideremos que lo kitsch
encierra belleza, entonces estamos perdidas.
La sencillez del hogar |