domingo, 1 de mayo de 2016

La amistad



         En mayo de 1994 llegué a Córdoba, no conocía a nadie, aquella noche había un acto poético en la Posada del Potro, la ciudad me pareció oscura, con demasiados límites y desaprovechada.

         Me senté en un velador que vi vacío y me dije para mí: “quien se atreva a sentarse a mi lado será mi amigo.” La Posada estaba repleta, había bullicio, gentes que se saludaban entre ellas. En fin, el mundo poético y sus protocolos.

         Se acercaron dos hombres: Francisco Benítez, teatrero, y Carlos Clementson, poeta. Me pidieron permiso para sentarse a mi mesa y comenzamos a hablar de libros. No recuerdo muy bien de qué iba el acto, sé que acabó y desaparecieron todos, menos Carlos que se ofreció a acompañarme a casa; el trayecto lo hicimos despacio, deteniéndonos sobre la literatura francesa: él me habló de la conversión de Paul Claudel, yo de la tenacidad de Marguerite Yourcenar.

         También le confesé mis ambiciones, atareada estaba con el libro de poemas Poesía sociable, con las novelas El rumor y Marcel y con la obra de teatro Por fin Antígona, también trabajaba en el guion El tímido durmiente y en una novela infantil titulada Landa y el País de la Sencillez. Lo llevaba todo para adelante, a la vez. Me había dispuesto ser una gran escritora y no podía perder tiempo. En mi barrio, en Málaga, había algo más extraño que ser lesbiana y eso era querer dedicarse a la literatura.

         Yo tenía fuerzas, mucha fuerza y pocos apoyos. Carlos Clementson me habló de Ronsard, de los miles de versos que estaba traduciendo. De todos mis proyectos el que más le atrajo fue el de Antígona, le pareció deslumbrante. Le quité importancia, le dije que era una relectura del personaje a la manera en que las feministas estábamos deconstruyendo el Olimpo y sus periferias.

         Se paró bajo una farola y muy seriamente me señaló las zonas de la ciudad que podrían ser peligrosas para una extranjera. Recuerdo que sonreí tiernamente y tomé nota de sus consejos. Hablamos de Dios y de toros. No le gustaba que mi novela Marcel tuviera un protagonista con nombre francés. Intenté explicarle el motivo de mi elección, pero no lo convencí.

         La ciudad tenía la oscuridad y el silencio de alguien que no se exige existir.

         Seguimos caminando, de nuevo se paró, y apartando la mirada me dio las gracias por hablarle. Me sentí extrañada. Quiso decir por hablarle de igual a igual.

         Desde entonces soy amiga de Carlos, de su mujer Maribel y de sus hijos Carlitos y Alonso, también de su primo Miguel Carlos. Siempre me han tratado con amabilidad, yo me sentía cómoda con el sentido estricto que ellos tienen de la discreción y con esa falta de vanidad que los caracteriza.

         Seguí con mi labor sobreponiéndome a los malos oleajes que conlleva toda creación. Carlos me decía que es natural que un torero quiera ser el primero en el escalafón; nunca criticó mis ambiciones. Le hablé de Bajtin y Derrida y le gustaron como a los gatos les gusta jugar con fruslerías.

         Fue él el que me presentó a Ginés Liébana y entonces llegó la risa absoluta. Ginés hablaba de Trascendencia Sánchez, de esos poetas engolados que se toman demasiado en serio su quehacer y, de vez en cuando, lanzaba una verdad jocosa: “El pensador es un fresco”, por ejemplo.

         Acabé mis obras y no se las enseñé, nunca me ha gustado dar la lata con las palabras. Mientras tanto seguimos hablando de Louise Labé, de Sophia de Mello o del Nihil Sibi de Miguel Torga. Pero nada tenía excesiva importancia, me decía que no me convenía leer a Racine como el que te aconseja en un restaurante que no te pidas la lubina. Yo le pedía a Ginés que pintara angelitas y a Carlos no le solía llevar la contraria en sus convicciones, me parecía de mal gusto, sobre todo porque ninguna de sus convicciones eran absolutas.

         Al llegar a mi portal, aquella noche, me dijo algo que sí mostraba cierta seguridad balbuciente como está bien visto decir la seguridad en Inglaterra: “Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya/ porque la vida es larga y el arte es un juguete./ Y si la vida es corta/ y no llega el mar a tu galera,/ aguarda sin partir y siempre espera,/ que el arte es largo y, además, no importa.

         Han pasado muchas cosas desde aquella noche: he visto la ciudad cada día hacerse más bella, he trabajado en todos los distritos como animadora sociocultural. He visto mi obra publicada y hoy me conozco Córdoba como la palma de mi mano; puedo decir que ya estoy preparada para recibir las buenas visitas.

         En fin, quiero dedicarle este poema a mi amigo Carlos Clementson, que hace unos meses lo tengo dejado. Y aprovecho para decir que la poesía será dialógica o no será, será humilde o no será. Y es que ya lo apuntaba Barthes, llega una edad en que una no teme al ridículo ni a la ternura. Si no lo dijo así, debería haberlo dicho.

         Este poema lo escribí mientras estábamos tomando una copa mi mujer y yo en el Reina Cristina de Algeciras, hotel sabroso, lleno de historias y de visitantes ilustres. Mi mujer, que ya ha dejado de decirme aquello que me ha hecho tanto bien en mi vida literaria: “Salvi, por favor, no hables con mayúsculas.”

Este poema fue publicado en la revista Cuadernos de Matemático nª 47 en Diciembre de 2011. El poema se llama:

                            ENTRE FANTASMILLAS


Ava Gardner pasea por los jardines del Reina Cristina,
se apoya en la balaustrada,
contempla las adelfas que pespuntean el puerto.
De Gaulle la mira de reojo,
Juan Belmonte imagina capotes leves,
Orson Welles piensa que ese torero es un mamarracho
y a Don Juan Carlos, rey de España, le gustaría darle un pellizco a la dama.
Un pellizco, señores, algo tan español, un pellizco de nada.
Y Doña Sofia, sonriente, lo permite.

Rock Hudson, que conoce a la diva,
que reconoce el trabajo entre compañeros de oficio,
le da un cigarrillo de colores de esos que inventó Onassis
y le ofrece su protectorado.

Algeciras, Algeciras.
¡Oh, vestida de verde y templanza!
¡Oh, Algeciras!
¡Oh, Algeciras!

Ava y Rock van a la Biblioteca,
se cruzan con un joven periodista
escondido entre las hortensias,
se llama Wiston Curchill y tartamudea.

Raudo se acerca un camarero.
-Señores, ¿no saben que aquí está prohibido fumar?
Rock Hudson le mete un billete limpio en el chaleco
y siguen su camino cadencioso como cisnes blancos,
como cisnes negros.
Churchill se conforma con haber visto la belleza,
es demasiado tímido para tratar con gigantes.
Prefiere, excitado por el encuentro, nadar en la piscina
donde antes ha nadado Ava.

En la Biblioteca, mientras tanto, se escucha la voz
de la actriz que no quería ser actriz
recitando El color y la forma del poeta Carlos Clementson
en una edición de papel tibio como los consejos de la “Iniciación a la vida”,
una edición que mandó hacer Sir Alexander Henderson
cuando se enteró de que el profesor
era de ascendencia inglesa
y de que algunas veces firmaba con el sobrenombre de Beck,
con casi un monosílabo
porque Carlos es así: hombre de muchas letras y pocas florituras.

Algeciras, Algeciras.
¡Oh, Algeciras!
Repleta de fantasmillas,
cosmopolita Algeciras
donde los toros verdes
están cercados por las cuerdas
de Paco de Lucía.

Algeciras. ¡Qué luz! ¡Qué luz!

En los pasadizos de almas expectantes
vienen las almas de la gente alegre
a buscar la vida para amar a mansalva
y mientras Lorca toca el piano
Conan Doyle musita verso por verso
El color y la forma de Sir Charles Clementson,
inglés y protestante,
protestante e inglés
aunque viva en perpetuo socorro.


Escaleras del Hotel Reina Cristina. Algeciras