domingo, 16 de octubre de 2016

Contemplación





       Siempre he admirado a la gente contemplativa, a aquellas personas que observan el casi invisible crecimiento de todo lo que nos rodea, ya sean animales, ya sean plantas, ya sea la marejada en un mar, el viento entre las cañadulces o el silencio en las áridas estepas. Hoy día, en esta cara del mundo, menospreciamos al que no va raudo al trabajo, a quien no se apura a media mañana, así que, por imitación, andamos deprisa buscando no se sabe bien qué.

         Habla Ramón Andrés en su libro Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente de cómo hemos ensalzado a Homero frente a Hesíodo; como hemos valorado más, según dice este autor, la espada que la espiga.

         Las políticas del cuidado siempre las hacemos de menos, siendo estas, sin embargo, las que sustentan nuestro mundo cotidiano. ¿Qué haríamos sin las personas que preparan la comida, las que limpian, las que ordenan el caos, las que evitan las guerras? Pero nada, no las mesuramos con la generosidad de la valentía diaria, una valentía sin grandes gestos, eso parece, pero constante en sus tareas. Unas funciones que no emergen en la pantalla del televisor, que no son noticias, pero que mantienen el vivir, el vivir estando presente cada momento para no dejar nunca de cuidar.

         Esas tareas, generalmente, son tareas calladas, diseminadas en nuestra cabeza llena de telediarios que nos regalan balances, Ibex 35 y estrategias de partidos. Esas tareas son un trabajo que no lo hacemos valer y que, muchas veces, queda oculto entre el sin fin de titulares, que nos arroban como a los niños de la censura les arrobaba el beso cortado en la película supuestamente espectacular.

         Sí, he unido el trabajo de la contemplación con las tareas de la casa porque en ambos hay un denominador común: apreciar las pequeñeces como si fueran obras de artes. Las miradas de las personas que limpian son matizadas, abarcan lo minúsculo y lo grande, teniendo una concepción de conjunto mucho más rica que aquel que va, cogido a su maletín, dispuesto a dejar su opinión de experto, en cualquier reunión apresurada, donde se decide sobre lo importante. No alcanzaremos nunca el detalle ni el valor de la vida si no le damos el lugar que merece a quienes hacen el desayuno, arreglan las habitaciones, cocinan el almuerzo y ya, cansadas, tiran la basura. Creo que deberíamos sentir curiosidad por sus formas de moverse, aprenderíamos mucho de ellas y desharíamos ya ese nudo de menosprecio hacia lo que, en el fondo, es un verdadero aprendizaje sobre la espera y sus filosofías.