Siempre
he admirado a la gente contemplativa, a aquellas personas que observan el casi
invisible crecimiento de todo lo que nos rodea, ya sean animales, ya sean
plantas, ya sea la marejada en un mar, el viento entre las cañadulces o el silencio
en las áridas estepas. Hoy día, en esta cara del mundo, menospreciamos al que
no va raudo al trabajo, a quien no se apura a media mañana, así que, por imitación, andamos deprisa
buscando no se sabe bien qué.
Habla Ramón Andrés en su libro Semper dolens. Historia del suicidio en
Occidente de cómo hemos ensalzado a Homero frente a Hesíodo; como hemos
valorado más, según dice este autor, la espada que la espiga.
Las políticas del cuidado siempre las
hacemos de menos, siendo estas, sin embargo, las que sustentan nuestro mundo cotidiano. ¿Qué haríamos
sin las personas que preparan la comida, las que limpian, las que ordenan el
caos, las que evitan las guerras? Pero nada, no las mesuramos con la
generosidad de la valentía diaria, una valentía sin grandes gestos, eso parece,
pero constante en sus tareas. Unas funciones que no emergen en la pantalla del
televisor, que no son noticias, pero que mantienen el vivir, el vivir estando
presente cada momento para no dejar nunca de cuidar.
Esas tareas, generalmente, son tareas
calladas, diseminadas en nuestra cabeza llena de telediarios que nos regalan balances,
Ibex 35 y estrategias de partidos. Esas tareas son un trabajo que no lo hacemos valer y que,
muchas veces, queda oculto entre el sin fin de titulares, que nos arroban como a
los niños de la censura les arrobaba el beso cortado en la película
supuestamente espectacular.
Sí, he unido el trabajo de la
contemplación con las tareas de la casa porque en ambos hay un denominador común:
apreciar las pequeñeces como si fueran obras de artes. Las miradas de las
personas que limpian son matizadas, abarcan lo minúsculo y lo grande, teniendo
una concepción de conjunto mucho más rica que aquel que va, cogido a su maletín, dispuesto a dejar su opinión de experto, en cualquier reunión apresurada, donde
se decide sobre lo importante. No alcanzaremos nunca el detalle ni el valor de
la vida si no le damos el lugar que merece a quienes hacen el desayuno,
arreglan las habitaciones, cocinan el almuerzo y ya, cansadas, tiran la basura.
Creo que deberíamos sentir curiosidad por sus formas de moverse, aprenderíamos mucho de ellas y desharíamos
ya ese nudo de menosprecio hacia lo que, en el fondo, es un verdadero
aprendizaje sobre la espera y sus filosofías.