domingo, 23 de octubre de 2016

Otoño



      
             Como una ciudad desdeñosa que despreciara su propia belleza se comportan muchas veces las personas y no quieren ser para lo que han nacido: para jugar. Así nos lo tienen demostrado los gatos y sus curiosidades o el andar recibidor de los perros.  

         Es entonces cuando otoñea el árbol de la palabra y de él caen los verbos no dichos, es entonces cuando nos acercamos a los límites espinosos de la inhumanidad. El poder del silencio es inmenso, ya lo describen Elias Canetti en La lengua absuelta o Dulce Chacón en La voz dormida. El silencio que mana de la fuente de cualquier opresión desdibuja al que quiere ser hablante configurándolo incluso con dolores físicos.

         Acojamos el juego de la democracia como una continua ola que habla al alma, que nos rinda en la orilla de la mudez únicamente cuando queramos descansar y, entonces, el silencio sea bienvenido como escenario para contemplar los rugosos troncos, las nubes algodonadas, porque ese sí es el silencio bello donde nos unimos con las raíces húmedas de la Tierra.

No seamos tan efectistas, que el peso del decir nos dibuje a cada una y que la mar, rotunda y azul, con su movimiento incansable, sirva de ejemplo de en qué debe consistir la conversa. No huyamos de ofrecer a nuestros conciudadanos lo mejor de nosotras mismas.

         Y es entonces cuando apetece pasear, descubrir pequeños tesoros, callejones de bienvenidas, fuentes a donde siempre se regresa, plazas donde aún juegan los niños,  estaciones de ferrocarriles donde los viejos ven partir los trenes con ilusión. Es decir, el sosiego. La mansa actividad que propicia la música y la lírica, el chascarrillo, el chiste, la pequeña reflexión con alguien que nos encontramos en la calle, el discurso político y su atril o la narración inmensa y aventurera de la que dice lo que quiere. Y entonces es cuando el otoño estalla con su luz menguada, pero tan querida.

         Y en esos paseos por la ciudad tranquila, llena de pronósticos de lluvia y de nuestras ropas variopintas porque no hallamos la temperatura idónea, alguna vez, yo lo he visto, ha pasado un ángel con su silencio sin ofensa.