domingo, 2 de abril de 2017

Erasmista



            Siempre recordaré el día en que fui a ver la casa de Erasmo en Bruselas, hacía buen tiempo y llevaba la alegría de la amistad a mi lado, me acompañaba mi amiga Paloma que tanto me ha enseñado de sociabilidad y de la importancia de decir en cada momento lo que siento. Compramos unas postales, pasamos un buen rato curioseando por allí, fuimos felices.

         Siempre me ha atraído Erasmus de Rotterdam, su capacidad para el estudio, su entrega a sí mismo como gran proyecto de humanidad. Me gustan las palabras que dijera Stefan Zweig: “Pero Erasmo conoce el gran arte de vivir; todo lo que le es molesto lo aparta de sí, de una manera suave y nada llamativa, y, bajo cualquier hábito y sometido a no importa qué coacción, sabe guardar su libertad interna.”

         Para mí fue todo un acontecimiento cuando Cristóbal Cuevas, mi profesor de literatura en segundo de carrera, nos descubrió el libro de Marcel Bataillon  Erasmo y España. Estudiaba entonces en Málaga los años comunes en la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle San Agustín, pleno centro, hoy calle famosa porque alberga el Museo Picasso donde antes estaba el antiguo museo de Bellas Artes, y el famoso cuadro de Enrique Simonet ¡Y tenía corazón! (Anatomía del corazón 1890).

Entre compañeros hablábamos de todo lo que era hablable, no me parecen especialmente afortunados los años ochenta, no guardo nostalgia, creo que los hemos mitificado un poco. Pero sí recuerdo con buen sabor el ansia de saber que todavía hoy no he perdido y la gana que todos teníamos de quitarnos cierta catetez que se respiraba en el ambiente. He dicho que entramos con ingenuidad en la Unión Europea, pero no me pareció mala esa entrada; eso sí, hay que mejorar tantas cosas: hay que dulcificar el trato entre nosotros,  hay que pensar en los sin techos. Hemos edificado una sociedad demasiado hormigonada y le falta ternura a nuestras instituciones máximas. Sí, las instituciones deben ser como el grafeno o como el agua clara.

         Quiero recordarles hoy un poema que escribí hace algunos años y que me parece que ilustra la valentía que hemos ganado. No puedo dejar de pensar en qué se dirían Tomás Moro y Erasmo al saber que el Reino Unido apuesta por cerrar fronteras y hablar como un vaquero que negocia con la vida. No puedo sino recordar a esos hombres y mujeres que han remado y continúan remando en el estanque común sin chocar entre sí.

         Este poema lo escribí después de visitar Madrid, el Retiro, y lo escribí después de observar a los remeros y remeras que se ejercitaban en el estanque. Para mí es muy querido y se lo dediqué a mi mujer y también a Castilla del Pino, otro erasmista, que apoyó el movimiento homosexual desde su origen.



         La ciudad y sus habitantes

Y casualmente me encuentro
en este lado de la acera
mientras los remeros se empeñan en el estanque
con no chocar con los turistas,
que vienen a la capital a besarse
entre las estatuas que la historia reverencia
y a pasear en barca
esquivando torpemente a remeros musculosos,
pero al fin y al cabo civilizados,
porque no poseen grandes ríos
ni mares de osadía
y se conforman con el aire del Retiro
y el agua verde y pequeña
donde se ejercitan los ciudadanos-remeros
teniendo cuidado de no salpicar
a quienes acabamos de llegar y pedir
una cerveza y después intentamos imitarlos.
Pero, ¡ay!, nosotros no somos tan civilizados
ni imaginábamos tantos edificios
desde nuestra provincia leve.
Nosotras no sabíamos de la existencia
de estos remeros pendientes siempre
de no chocar con los bordes
de esta piscina grande
donde se guarda el desahogo
de los hombres fuertes
cansados de obedecer y,
sin embargo, obedeciendo.
Y aquellas, ¡oh!, aquellas remeras
con lazos en el pelo
con el pecho endurecido
con ese ir y venir,
ir y venir,
rema que te rema.
Aquellas, ¡oh!, aquellas
que vigilan a los turistas despistados
que no conocen las normas del estanque.
En la tarde que crea
magenta la luz y la luna
tú me engañas
y no me llevas a tomar una copa,
sino que me traes aquí,
a este parque inmenso
y estimado
del que hablan
y del que dicen
sus haberes y peligros.
Y naufrago entre nipones,
ciclistas de piernas heroicas,
magos de tres al cuarto
que quisieron ser Houdini,
cantantes fracasadas,
músicos que aman más la música
que su disciplina,
y tú y yo,
que hemos decidido hacer de Madrid
el cauce de nuestros ejercicios
de cosmopolitismo.
Y mientras nos recogemos
porque refresca
y porque el parque lo cierran
miramos de reojo a los remeros
colegiados, solidarios,
y a las remeras que aún no se han decidido
a formar equipo,
y dices convencida:
“¿Verdad que ha sido buena idea
pasar la tarde en el parque?”
Y asiento mientras
miro cómo se esquivan
los remeros
y mesuro el estanque
verde, de infinitos trayectos.
Nos cogemos de la mano
y el aire húmedo
acaricia la noche que viene,
nuestro cansancio,
nuestra cobardía,
nuestro valor
y la danza democrática
de los juegos de agua
que casualmente hemos visto
desde este lado de la acera
donde quiero estar
para siempre,
como los remeros pendientes
de no chocar con los bordes.