Muchas
veces sueño con el universo, veo las estrellas y los planetas y quedo
sobrecogida ante la amplitud que nos rodea: no somos nadie. En la calle se
habla de cosas aparentemente importantes, existe cierto sosiego donde se
esconde la palabra ácida del sarcasmo. ¿Por qué hay gentes a las que les
encantan herir y dicen palabras ofensivas con la mayor naturalidad mientras la
luz del mundo sigue con su ritmo primordial? Cansan esas gentes que llevan el
plateado brillo del puñal en sus lenguas. “No sois nadie”. Eso es lo que viene
a decir la palabra del que ningunea. Tenemos un idioma demasiado duro, hablamos
demasiado rápido, alzamos mucho la voz y no atendemos a la ternura en nuestros
discursos. No creo que España esté preparada para la autocrítica, tampoco creo
que, ahora, veinticinco años después de la Exposición Universal del 92, podamos
ser sinceros en nuestros análisis.
Hemos jugado mucho con la seducción,
pero poco, muy poco con el acuerdo. Se decía que tal o cual líder era un
seductor, convertimos el lenguaje en un arma de bajo deseo y, una vez acabada
la operación de superficial transformación, esa bola de palabras, se la
ofrecimos a la Diosa de la Mediocridad. “Confórmate”, nos dice la televisión y,
conformados todos, nadamos en la media gramática sin tener la cabeza
estructurada para las grandes ilusiones, para las verdaderas ilusiones como
puede ser caminar juntos y tranquilos, caminar en paz. Dice Claudio Rodríguez
en su poema Ajeno que “Largo se le
hace el día al que no ama/ y él lo sabe.” Y dice también: “Entrará: Y nunca
habitará su casa.” Eso es lo que pretenden los dueños del sarcasmo que nunca
habitemos en nuestra esencia, que nos olvidemos del bien respirar. Así que
tenemos una sociedad que el viernes sale a beber para olvidar el malestar de
toda la semana, el sábado anda como el que no sabe y el domingo le envuelve de
nuevo el temor a la rutina. Cuando la rutina
debería ser lo más bello del mundo: el mirar de los animales, la sonrisa
de los amigos, el despertar sin sobresalto, la caída de la tarde con suavidad. Pero,
el hombre, lo siento, a veces es ajeno a estas cosas y llena su boca de burlas
sangrientas, que habrá que ir también eliminando si no queremos que nos pase
como a esa personaja de Selma Lagerlöf que respetaba no sólo al amo, sino a
todos los que se parecían a él.