Así
que me hice materialista histórica y decidí creer en lo concreto y que lo
concreto se convirtiera en narración. Empecé a creer en el brillo de la luz
sobre las aguas, el iridiscente brillo que se puede apreciar, que casi se puede
acariciar. Empecé a creer no en el mes de mayo, mes de la Virgen, sino en las
flores que ponían en sus pequeños altarcitos, en ese aroma a margaritas y a
gayombas amarillas. Creía en las canciones de las niñas mientras jugaban a la
rueda, en el álbum que me regalaron y que describía las tribus extrañas, amé el
color de sus pieles. Creí en la necesidad de la no complacencia, en la existencia de la rebeldía. Creí en
la comida. Creí en la alegría y en las canciones de Formula Quinta, y en
la guitarra que nos tocó en un puesto de la feria. Y así dejé a Dios para más
tarde porque Dios vivía sin llegar a vivir.
Y como no veía el Estado por ninguna
parte empecé a creer en las Asociaciones de Vecinos, en los recibos de la luz y
el agua, en las letras de Víctor Jara que se quedó sin manos, y creí en el
fulgor repentino y libertario de los extranjeros que llegaban a nuestras playas. Creí en los libros, en el olor de la madera de las carpinterías,
en las tuercas y tornillos que vendíamos en nuestro negocio, la pequeña
Ferretería. Y por creer me puse a creer en los espetos de sardinas, en la sal
que se quedaba en nuestros hombros, en nuestro pelo, en nuestro cuerpo después del
baño en el mar.
Y he de confesar que padecí cierta
esquizofrenia de creyente porque algunas veces me iba por las ramas. Y entonces me reprendía a mí misma y me decía
que volviera a la realidad, que ahí estaba el verdadero jugo de la vida. Y
estuve en ese trance muchos años hasta que, ya en cuarto de carrera, conocí la
famosa apuesta de Pascal, esa que dice, chispa más o menos, que si crees en
Dios y éste existe entonces no perderás nada por haber creído. Y consideré que
Pascal era aún más realista que yo y que, gracias a él, desaté todo el
engranaje del sí o el no y conseguí superar un dilema sin desasosiego.
Pascal posibilitó que tuviera más de
media vida solucionada, que aquel estancamiento, como globos enredados entre
las hojas de un árbol, desapareciera. Y resultó que aún era más bella la
lectura de los Evangelios, los poemas de San Juan de la Cruz o las canciones de
los Chunguitos, que como ustedes habrán podido comprobar, gracias a la cantante
Rosalía, son mística pura.
Y es que el flamenco es carne de cielo.
Y no he tenido un pensamiento agitado desde aquel entonces en que decidí
hacerme creyente de las materias con las que se pueden hacer historias, y creé mi propia oficina de relatos. Y así me
muestro ahora feliz pensando sólo en cosas felices: la capacidad de los nombres y los verbos para crear nuevas realidades tangibles, por
ejemplo. Y me olvidé de todo el martirologio, y me olvidé de esa obsesión por
el dolor y el padecer que muestra la Santa Madre Iglesia con todas sus leyes
alejadas de la sensatez por completo.
Y el panteísmo que había profesado por intuición se convirtió en
hecho natural y preciso gracias a Pascal y sus pensamientos. Y menos mal que
después llegó la hora de las urnas y convertí mi anarquismo en deseos de votar para
poder cambiarlo todo. En fin, que estaban la palabra y la longitud de los silencios como salvavidas cierto. Y esa fe en la mesura de lo escrito y lo hablado con pausa y verdad es lo que da lugar a lo amable. Y que con un poco de suerte lo amable llena por un instante los ojos y el ser entero produciendo el milagro cotidiano, suave y esperado, de la luz sobre los párpados; del sol tibio mientras parpadeamos y nos atrevemos a escuchar de una forma veraz y cariñosa.