sábado, 2 de febrero de 2019

Las falacias





Cuando me enteré de que Rousseau entregaba todos sus hijos al asilo se me cayeron los palos del sombrajo. Todo comenzó de la manera más inocente: Estábamos acostumbradas a tener una ropa de diario y otra de salir y una única maestra, pero por lo visto habíamos llegado a cierto grado de adultez y quisimos más ropa para cambiarnos más veces y nos pusieron casi un maestro por asignatura. Eso pasó para que nos fuéramos acostumbrándonos a la vida de la ciudad en la que todo el mundo iba de domingo aunque fuera lunes y nadie sentía apego a nada, ni a las maestras. Después un profesor que le gustaba el cotilleo nos dijo lo de Rousseau. Y ya digo: la decepción fue total con apenas once años.

         Así que me fui a comerme una cañaduz, como acostumbraba cada vez que algo me amargaba el día, mientras razonaba y razonaba que todo lo que nos estaban metiendo en la cabeza, allá en ese espacio entre las trenzas lustrosas, era mentira. Fue entonces cuando decidí no creer en Dios ni en el Estado sobre todo porque no los comprendía, no hallaba la utilidad de esos entes, tampoco le veía beneficio a todo lo que no fuera coger habas, alcachofas o limones. Es decir que yo creo en lo concreto.

         No me gusta lo etéreo y desconfío de lo abstracto, también de los encumbramientos personales que acaban siempre mal porque el encumbrado pierde la cabeza y acaba entregando a sus propios hijos a un hospicio. Una vergüenza, vaya. Así que para mí lo más grande del mundo es la amistad, pero sólo porque puedo percibir ese vínculo como algo que se puede tocar, que aporta beneficio ya sea a través de besos y abrazos, ya sea porque te regalan un pastel de coco u hojaldre. Es por tanto una verdad incuestionable, un lazo de seda relacional.

         Para mi familia hasta lo invisible tiene nombre y se llama viento. Mi padre podía percibir su presencia que le alertaba con una punzada detrás de la oreja, yo lo he heredado. Sabemos cuándo va a llover, cuándo el cielo está cansado de ser cielo y explota en truenos y relámpagos. También vemos venir de lejos a los fingidores como Rousseau que son predicadores de lo vano, porque una cosa es predicar y otra muy distinta dar trigo.

         Por eso nos andamos con siete ojos con eso de las palabras, porque la palabra es lo más tangible del aliento y porque al principio fue el silencio que es el descanso que nos quieren quitar, es por eso que nos hablan de la cultura de la violación cuando realmente deberían hablar de subcultura y de subgénero filosófico, porque toda aquella teoría que omite a más del cincuenta por ciento de la población no merece el nombre de teoría sino el de hueca especulación. Es también por eso que las escritoras no formamos un subgénero literario, no somos un texto subrogado, inflado por la misoginia fina de cualquier hablador de tres al cuarto. Y lo mismo que ya no nos comemos nada que no esté anteriormente fotografiado, lo mismo ya no se firma nada que no esté rondando la nube del éxito: ese sueño usurero que inventó el dinero para darle concreción al fracaso y amargarnos la vida, toda vida a este lado del paraíso que se llama Tierra y que estamos infestando de inexactitudes, como por ejemplo que a las mujeres pobres les guste tener hijos para ricos. Una locura, vaya, del dichoso patriarcado, otra palabrota gorda que acabará cayendo como una hoja del árbol hermoso de lo concreto, sin vaguedad alguna.