sábado, 21 de septiembre de 2019

Fanal




Nuestras ciudades están abrazadas por edificios estilo New York, nuestra personalidad rodeada de pequeños rascacielos, bloques de pisos que indican que pertenecen a otra cultura distinta de la nuestra y que ya hemos asimilado casi en su totalidad: la nueva arquitectura nos rodea y quiere implantar su concepción individual de la vida, somos un flan casero rodeado de nata artificial.  En las calles hay apartamentos que nos indican el Luxury como una meta imposible de no alcanzar y se piensa brevemente, mientras se consume el gin-tonic de moda, otra bebida global que nos indiferencia. O no se piensa porque nos cuesta concentrarnos y la historia se convierte en una guía turística fantasiosa y costumbrista. Estamos rodeados.

         Han surgido barberías que imitan antiguos arreglos en las caras de los hombres, pelados militares, las cámaras de seguridad no nos dejan ni un segundo sonreír en paz, la fotografía deja constancia de la aparente felicidad. Frente a esta pesadilla lo literario es la forma de rebeldía que nos enfrenta a lo múltiple, a la minuciosidad. Hablo de lo literario como del valle sereno que nos regala su bosque de sonidos en el aire del silencio. ¡Hay tantas expectativas en una despedida de soltero como en un décimo de lotería o en unas elecciones! Sólo el recuento de nuestras apuestas puede reconciliarnos con nuestro ser soliviantado.

         Se trata, en fin, de un mal sueño, el sueño del famosismo y la soberbia. Y esas ciudades rodeadas son fronterizas con urbanizaciones donde ya se ha perdido la intención de ser vecino o vecina, es el individualismo puro de piscina y césped. Se sabe que no captaremos todo lo que se dice, por eso se habla con eslóganes. Y el verbo más conjugado de nuestra civilización es “comprar”.

         ¿Y si nos paráramos? ¿Y si nos detuviéramos en el camino y miráramos? ¿Y si observar fuera el trabajo? Observar nuestras calles, nuestras casas, nuestros gastos, nuestra forma de hablar y de hacer culpables a los demás de nuestras pequeñas insatisfacciones. Y si ha llegado ya el momento de analizar nuestra semilla y ver cuánto hay de poderoso en ella, de reflexivo, de distinto y universal. Y si esta sociedad de niños malcriados se atreviera a admitir que es caprichosa y que no se vuelca con lo importante. Creo que, asumido el diagnostico, nos sería más fácil llegar a acuerdos y estaríamos esperanzadas con la luz que nace de nuestro interior y se refleja en el fanal de la sinceridad. Mientras tanto, mientras nos resistimos a la madurez, viviremos como apagados. Desorientados.