Por
la tarde, en mi casa, siempre tomamos thé. Adornamos el agua con canela y
yerbabuena, también le ponemos matalahúva. Y disertamos sobre lo divino y lo
humano, lo salvaje y lo civilizado, el querer y no poder o la excepcionalidad
del arte.
Esto lo heredé de mi bisabuela, de mi
abuela, de mi madre, de mi padre, de mi abuelo, de mi tío Día y, por supuesto, de Marcel Proust; ese ser
que pasó a formar parte de la familia el día en que descubrí que su obra estaba
escrita para mí aunque él no me conociera.
Mi patria son los libros y de ellos soy
ciudadana. Mi bandera es la hermosa caligrafía, mi himno los decires que me
enamoran, no importa en qué lengua con tal de que me acaricie con su fonética. Puede
parecer simple, pero es la verdad, la verdad con minúsculas, sin voces.
A mí Marcel me salvó la vida y le dio
belleza a mis amoríos lésbicos donde, los que no eran de papel, veían fealdad.
Hacía mucho tiempo que no decía que soy lesbiana y no quiero que se les olvide.
Y es que en esta España estamos de memoria medio regular.
Pero por si algo es grande En busca del tiempo perdido no es por el
atrevimiento de haberse inventado una hostia consagrada a la libertad llamada
magdalena, tampoco es por las hermosas descripciones de los vestidos de las damas,
ni por el olor de las catleyas ni por la radiografía sutilísima de las
emociones, ni por la existencia, para todo, de al menos, dos caminos. Se trata
de algo más. Es decir, se trata de eso y de algo más. La novela nos sirve una
raíz concretísima, una tangible idea de justicia: la descripción del caso
Dreyfus, el caso del militar judío que fue acusado de espionaje en la Francia
de finales del XIX y principio del XX. El caso que dividió a los franceses en
favor y en contra, en el que se descubrió la gran grieta del antisemitismo en
el seno de la sociedad.
Toda obra que se precie propone a los
lectores el cuestionamiento de un paradigma, el desmenuzamiento de la realidad
para hacerla más real que la vida misma, que con su velocidad no deja tiempo para
reflexionar en torno a los prejuicios políticos. Proust nos enseña que las
liaison con la historia no hace de la novela algo con fecha de caducidad sino,
al revés, la ancla en la Tierra. Y el análisis de las opiniones dadas con
tranquilidad, sin sentirse observados por el narrador, que sin embargo observa,
es una de las riquezas más desbordantes de la obra como la descripción de una
personalidad celosa o la admiración por los recitados, la pose y la voz de la
Bernhardt.