sábado, 12 de octubre de 2019

Como de la familia




Por la tarde, en mi casa, siempre tomamos thé. Adornamos el agua con canela y yerbabuena, también le ponemos matalahúva. Y disertamos sobre lo divino y lo humano, lo salvaje y lo civilizado, el querer y no poder o la excepcionalidad del arte.

         Esto lo heredé de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre, de mi padre, de mi abuelo, de mi tío Día y, por supuesto, de Marcel Proust; ese ser que pasó a formar parte de la familia el día en que descubrí que su obra estaba escrita para mí aunque él no me conociera.

         Mi patria son los libros y de ellos soy ciudadana. Mi bandera es la hermosa caligrafía, mi himno los decires que me enamoran, no importa en qué lengua con tal de que me acaricie con su fonética. Puede parecer simple, pero es la verdad, la verdad con minúsculas, sin voces.

         A mí Marcel me salvó la vida y le dio belleza a mis amoríos lésbicos donde, los que no eran de papel, veían fealdad. Hacía mucho tiempo que no decía que soy lesbiana y no quiero que se les olvide. Y es que en esta España estamos de memoria medio regular.

         Pero por si algo es grande En busca del tiempo perdido no es por el atrevimiento de haberse inventado una hostia consagrada a la libertad llamada magdalena, tampoco es por las hermosas descripciones de los vestidos de las damas, ni por el olor de las catleyas ni por la radiografía sutilísima de las emociones, ni por la existencia, para todo, de al menos, dos caminos. Se trata de algo más. Es decir, se trata de eso y de algo más. La novela nos sirve una raíz concretísima, una tangible idea de justicia: la descripción del caso Dreyfus, el caso del militar judío que fue acusado de espionaje en la Francia de finales del XIX y principio del XX. El caso que dividió a los franceses en favor y en contra, en el que se descubrió la gran grieta del antisemitismo en el seno de la sociedad.

         Toda obra que se precie propone a los lectores el cuestionamiento de un paradigma, el desmenuzamiento de la realidad para hacerla más real que la vida misma, que con su velocidad no deja tiempo para reflexionar en torno a los prejuicios políticos. Proust nos enseña que las liaison con la historia no hace de la novela algo con fecha de caducidad sino, al revés, la ancla en la Tierra. Y el análisis de las opiniones dadas con tranquilidad, sin sentirse observados por el narrador, que sin embargo observa, es una de las riquezas más desbordantes de la obra como la descripción de una personalidad celosa o la admiración por los recitados, la pose y la voz de la Bernhardt.