Hubo
un día en que apostamos por la frivolidad, no nos lo pensamos mucho, creíamos
merecerlo todo, para eso habíamos sufrido, salíamos de una dictadura y
ofrecíamos a nuestros mayores, en vez de la dignidad de la memoria, la
posibilidad de volver a la infancia. No está mal que se recreen y disfruten en
sus viajes y excursiones, lo que no es de recibo es que los convirtiéramos en
olvidadizos antes de tiempo y, después, aprovechándonos de ellos, los
convirtiéramos en padres de nuestro hijos. En fin, que nos saltamos el respeto
a la vejez e impusimos una versión acallada y deportiva de lo que significa ser
abuelas-cuidadoras, extranjeras en su propia tierra, desterradas del tiempo
real que nos tocaba vivir. Afortunadamente y, a pesar de tantos tentadores obstáculos, la vejez comprometida ha llegado a Madrid a defender lo suyo y, generosamente, lo nuestro.
Cuando hablo de extranjera siempre me
viene a la cabeza el poema de Gabriela Mistral en el que se valora lo que no
dice y el acento de lo que dice. Yo soy una coleccionista de poemas que hablan
de extranjería: la poeta Rosario Castellanos también subraya esta cualidad
silente en su poema Monólogo de la
extranjera: “…He callado más de lo que he dicho.” Cristina Peri Rossi en su
poema La extranjera habla de “la
obstinación de su silencio”. Y Dulce María Loynaz habla en su poema titulado
también La extranjera de cómo “sus
palabras quietas / se caían sin ruido”.
Ruido es lo que nos sobra hoy día,
ruido que nos impide ver el cauce de ese río de lo profundo y su borboteo de paz. Ese río es, en estos momentos, una voz
nerviosa que se sabe, con seguridad, pisada por el hermano, el marido o el padre;
aquellos verdaderos y locuaces protagonistas de la Transición, los que tenían
todas las palabras y en las verbenas cantaban desgañitados: “Ramona, te quiero”.
Esa canción sobre la educación sentimental que heredamos del inigualable
Fernando Esteso.
Después vino el periodismo burdo y
nocturno que tenía a los españoles despiertos con el gran griterío de la
sinrazón, del tú más, y ahora tenemos todos unos expertos en semiótica que
tiran de estímulos comunicacionales y que desprecian las oraciones subordinadas.
Así que las grandes estrellas televisivas del contar no saben acunar a una niña, recitar pausadamente un verso.
¿Por qué no les preguntan a las abuelas
que charlan con sus nietos camino del colegio? ¿Por qué no se leen Retahilas de Carmen Martín Gaite? ¿Por
qué no les ponen sus micrófonos a esas extranjeras que vienen en pateras asustadas y hablándoles a sus niños para que ellos no se asusten? ¿Por qué les dan voz a la ultraderecha y nos la blanquean como si fuese
normal el histerismo político y hacerse las víctima?
Yo creo que todo viene de esa manía de
utilizar oraciones simples que no edifican el cerebro para la empatía sino que
convierten nuestras neuronas en meros interruptores competitivos. Eso y que nos
hemos olvidado de escuchar las maravillosas canciones de Raimon. Después las raras somos nosotras.