Considerando
que durante los años ochenta y noventa del siglo pasado entraron con fuerza a
los departamentos de las universidades los textos de Foucault y Derrida, de
Barthes y Bastin.
Considerando que descubrimos, además de
la nata para cocinar, el valor de la Semiótica y el nombre de Umberto Eco se
convirtió en un lugar común. Que fue la época en que nacieron los gurús del
signo y sus interpretaciones, la puesta en valor, por así decirlo, de la
Otredad y el prestigio de las Ciencias de la Comunicación. Que también fue el
inicio de cierto relativismo que aún arrastramos en forma de opiniones para
todo y de todos; opiniones que quieren tener el mismo valor, el mismo alcance.
Considerando que esos textos que nos
llegaban como novedosos hacía años que eran conocidos en Francia, y que dicho
país se despertaba de la resaca de las incertidumbres cuando nosotros entrabamos
en ella. (No hay que olvidar que La
Lección que dio Barthes por su entrada en el Collège de France data del 7
de enero de 1977. Y en ese texto hay una
apuesta sin fisuras por el saber literario. También hay que decir que el poder
y la sutileza de la crítica literaria en el país vecino erigieron un novedoso
género que no ha tenido rival en ningún otro sitio; aquí, en España, tal vez,
porque no tenemos paciencia para ello, nos cuesta eso de desconstruirnos.)
Considerando que por aquel entonces de
gomina y yuppies yo vivía en Granada y hacía frío, y no estaba dispuesta a
analizar en demasía mis amistades porque si te pones tiquismiquis no te hablas
ni con Dios y, además, en ninguna clase te encontrabas a la Julia Kristeva ni a
la Luce Irigaray ni tan siquiera a la Simone de Beauvoir.
Considerando que, por fin, en los
cursos de doctorado hallé la luz gracias a que apareció en mi vida la profesora
Carmela Romero que nos puso a leer la Teoría
literaria Feminista de Toril Moi y que comprendí lo que es el comienzo del silencio,
cómo hay que adueñarse de él.
Considerando todo lo anterior y más que me dejo en el tintero: Tengo que declarar que no me gustan los
gestos vacíos, las actitudes teatrales, el vestirse psicológicamente para
engañar al personal. (Y es que, oiga, yo diferencio la elegancia de la
vestimenta de los colorines elegidos por asesores para convertir a cualquier ser vivo en bandera.)
Tengo que declarar y declaro: Que
nosotras tenemos derecho a la ambición y a salir del morbo, otra palabra muy
del siglo pasado. Digo, que tenemos derecho a ser tratadas con el respeto de
quien, de verdad, escucha, nos mira a los ojos y no pretende mentirnos. Porque,
chicos, ya estamos muy trabajadas y muy leídas como para que nos tomen el pelo.
Así, que nada de Otredad ni de vuelva usted mañana. Hay que poner a las mujeres
en el centro de la política porque, y que lo sepan: fuimos nosotras las que les
enseñamos a abrazar. Y a percibir el olor de la autenticidad.