sábado, 8 de febrero de 2020

Boxeadora de Sueños






Boxeadora de sueños, ese es mi nombre.
Os voy a contar una historia que viene de Oriente,
de las ondas que dejó un haikú
traducido por Emilio Prados.

Yo quiero hablar del espliego y de las lunas amarillas,
de las linternas que flotan en el río,
de los rayos anaranjados de la tormenta
y de la ambición de la pequeña boxeadora
que abandonó su aldea en un día de niebla.
Se llama seda, se llama hambre,
se llama fuego y justicia,
y dice en la hora exacta del cuadrilátero
su nombre con valor: Ya-Shal, la Boxeadora de Sueños.

Antes atravesó el camino blanco,
aquel que lleva a la ciudad,
y vio flores de loto y arrozales,
cáñamos y orquídeas.
Entre los dedos se le quedó
el polvo de los estambres de las peonías
y la lujuria del viento en el bancal.

La chiquilla salió de su casa de amanecida,
cuando el sol le dice a las murallas
qué significa el dorado,
cuando los campesinos agachados piensan
en el esfuerzo y en las farolas
que acompañan a los que huyeron
y a los que, como ellos, se quedaron,
y a la niña Ya-Shal que quería ser
niña boxeadora
como otros son niños yunteros.

Su madre le echó en el canasto
sopa de miso y un poco de pulpo.
Hubiera preferido que se escapara,
así no habría visto su sombra de infanta
en el camino blanco
ni la tristeza que dejan las despedidas.
Ya-Shal llevaba su quimono rojo
estampado de azahares y de dados de la suerte,
parecía que lo había bordado un jugador de la mafia
o el mismísimo Pierre Loti.
La niña estaba orgullosa,
competía en la ciudad por el primer premio,
el oleaje del mar le indicaba
cuán broncas podían ser las voces del público.
Agachó la cabeza,
siguió su camino,
y, por un instante, contemplamos su nuca.

La impaciencia le latía en el pecho.
Atravesó los arrabales hasta que llegó
al centro, allí, justo al lado del más grande gong de bronce.
Preguntó a una anciana dónde estaba la sala de los deportistas,
y la abuela le indicó un laberinto
donde esforzados herreros hacían cuchillos y hachas,
donde viejas enlutadas fabricaban capazos de pleita,
donde las sábanas batían como banderas que fueran alas
y pregonaban las frutas del mercado:
el durazno, las cerezas, las peras y el melón.
Ella era una entre lo abigarrado
como las ondas de los haikús que tradujera Emilio Prados.
Tal vez antes se bañó en el mar
y miró al levante con fiereza
como si no tuviera miedo a nada,
como si la joven boxeadora
quisiera sacar a su familia de la miseria.
Sin darse cuenta se había callado la oropéndola,
se hizo un profundo silencio:
todos las miraron caminar entre callejas
buscando la sala donde competiría.
Ella llevaba la invasión en su dulce cara,
eso es lo que le daba fuerza para la lucha
y las monedas que recibiría del juez
si vencía al Tigre de Hielo, el mejor luchador de Asia.

Se presentó en el gimnasio,
muchos rieron su atrevimiento,
ella, humildemente, pidió inscribirse en el concurso,
se hizo llamar La Boxeadora de Sueños,
aún no sabía que la venganza se podía volver en su contra.

A nadie le confesó cuál era su ofensa,
pero todos apreciaron que habría gran espectáculo.
Llegó la noche y subió al ring,
la joven, como un recuerdo del fantasma de Murasaki Shikibu,
se abalanzó contra su adversario:
el Tigre de Hielo quiso taparse la cara,
pero ella supo acertar con un swing
que impactó en su barbilla,
después le dio entre ceja y ceja
y lo dejó K.O. y sin palabras.
Nadie se imaginaba que la joven Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños,
se libraría de su enemigo en el primer asalto.

Cuando llegó la calma
los periodistas de radios y periódicos le preguntaron
de dónde venía su fuerza,
y ella respondió:
“Llevo mucho tiempo ensayando”.

Esta es la historia de Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños
que no teme a las sombras.