Boxeadora de sueños,
ese es mi nombre.
Os voy a contar una
historia que viene de Oriente,
de las ondas que dejó
un haikú
traducido por Emilio
Prados.
Yo quiero hablar del
espliego y de las lunas amarillas,
de las linternas que
flotan en el río,
de los rayos
anaranjados de la tormenta
y de la ambición de la
pequeña boxeadora
que abandonó su aldea
en un día de niebla.
Se llama seda, se llama
hambre,
se llama fuego y
justicia,
y dice en la hora
exacta del cuadrilátero
su nombre con valor:
Ya-Shal, la Boxeadora de Sueños.
Antes atravesó el
camino blanco,
aquel que lleva a la
ciudad,
y vio flores de loto y
arrozales,
cáñamos y orquídeas.
Entre los dedos se le
quedó
el polvo de los
estambres de las peonías
y la lujuria del viento
en el bancal.
La chiquilla salió de
su casa de amanecida,
cuando el sol le dice a
las murallas
qué significa el
dorado,
cuando los campesinos
agachados piensan
en el esfuerzo y en las
farolas
que acompañan a los que
huyeron
y a los que, como
ellos, se quedaron,
y a la niña Ya-Shal que
quería ser
niña boxeadora
como otros son niños
yunteros.
Su madre le echó en el
canasto
sopa de miso y un poco
de pulpo.
Hubiera preferido que
se escapara,
así no habría visto su
sombra de infanta
en el camino blanco
ni la tristeza que
dejan las despedidas.
Ya-Shal llevaba su
quimono rojo
estampado de azahares y
de dados de la suerte,
parecía que lo había
bordado un jugador de la mafia
o el mismísimo Pierre
Loti.
La niña estaba
orgullosa,
competía en la ciudad
por el primer premio,
el oleaje del mar le
indicaba
cuán broncas podían ser
las voces del público.
Agachó la cabeza,
siguió su camino,
y, por un instante,
contemplamos su nuca.
La impaciencia le latía
en el pecho.
Atravesó los arrabales
hasta que llegó
al centro, allí, justo
al lado del más grande gong de bronce.
Preguntó a una anciana
dónde estaba la sala de los deportistas,
y la abuela le indicó
un laberinto
donde esforzados
herreros hacían cuchillos y hachas,
donde viejas enlutadas
fabricaban capazos de pleita,
donde las sábanas
batían como banderas que fueran alas
y pregonaban las frutas
del mercado:
el durazno, las
cerezas, las peras y el melón.
Ella era una entre lo
abigarrado
como las ondas de los
haikús que tradujera Emilio Prados.
Tal vez antes se bañó
en el mar
y miró al levante con
fiereza
como si no tuviera
miedo a nada,
como si la joven
boxeadora
quisiera sacar a su
familia de la miseria.
Sin darse cuenta se
había callado la oropéndola,
se hizo un profundo
silencio:
todos las miraron
caminar entre callejas
buscando la sala donde
competiría.
Ella llevaba la
invasión en su dulce cara,
eso es lo que le daba
fuerza para la lucha
y las monedas que
recibiría del juez
si vencía al Tigre de
Hielo, el mejor luchador de Asia.
Se presentó en el
gimnasio,
muchos rieron su
atrevimiento,
ella, humildemente,
pidió inscribirse en el concurso,
se hizo llamar La
Boxeadora de Sueños,
aún no sabía que la
venganza se podía volver en su contra.
A nadie le confesó cuál
era su ofensa,
pero todos apreciaron
que habría gran espectáculo.
Llegó la noche y subió
al ring,
la joven, como un
recuerdo del fantasma de Murasaki Shikibu,
se abalanzó contra su
adversario:
el Tigre de Hielo quiso
taparse la cara,
pero ella supo acertar
con un swing
que impactó en su
barbilla,
después le dio entre
ceja y ceja
y lo dejó K.O. y sin
palabras.
Nadie se imaginaba que
la joven Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños,
se libraría de su
enemigo en el primer asalto.
Cuando llegó la calma
los periodistas de
radios y periódicos le preguntaron
de dónde venía su
fuerza,
y ella respondió:
“Llevo mucho tiempo
ensayando”.
Esta es la historia de
Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños
que no teme a las
sombras.