sábado, 1 de febrero de 2020

Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad


El jueves 30 de Febrero leí este Poema-océano en la Cafetería La Viajera. Aquí lo comparto con ustedes, que las caras se les llenen de risas.




Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad

Esta es la historia de Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad. Manolita era una comedora de bellotas excepcional, había nacido en los Pedroches debajo de una encina y estaba acostumbrada a robar frutos secos a los cerditos que más tarde se hacen jamones. Sí, Señoras y Señoras, este no es un cuento para veganos. Manolita empezó a servir en casa de un cardiólogo y allí descubrió el sentido de sus latidos: Sí, era lesbiana. Y se enamoró de la hija del médico. Esta la miraba con desprecio porque Manolita vestía delantal y cofia y tenía las manos ásperas de lejía.

Pero, gracias a su trabajo, Manolita correteó toda la ciudad de Córdoba y, en las esquinas, se le aparecía un fantasma que le susurraba: “Endogamia, endogamia, endogamia.” Ella creyó que se trataba de  una enfermedad exagerada como todas las enfermedades. Y descubrió el respiro cuando el cardiólogo se fue de veraneo a Torremolinos. Y se llevó a todo el servicio.

Manolita, exuberante, con su pelo recogido y su afición a las bellotas, se fue a comer a un restaurante chino y supo más cosas: Que la Gran Muralla es más grande que las murallas de Córdoba, la bien sitiada. Y que los chinos, a los fritos, les llaman tempura, o ¿eran los japoneses? Después de hincharse de arroz tres delicias se fue a la discoteca Arco Iris y allí olvidó el vestido celeste de gasa de su amita, que estaba ahora en un internado en Suiza y allí era ella la cateta y el hazmerreír de todas las pupilas. Era ella la que no había leído a Simone Weil y desconocía el concepto de “atención”.

En cambio Manolita como estaba acostumbrada a los atardeceres de los Pedroches le fue fácil alternar con la fauna de la Discoteca, se movía por la pista como pececilla en el agua y, de vez en cuando, se acercaba a la barra para pedirse un Bitter Kas.

En una noche insólita, en que sólo se bailaban canciones de la Carrá, Manolita descubrió la mirada turbia, entre el rímel y las ojeras, de la exquisita Rosaleda que era sedosa como las plumas de los cisnes blancos y negros.

Se sucedieron un cúmulo de causalidades, el signo del infinito se dibujó en el exacto punto en que conectaron y a ambas les hicieron palmas los finos sentimientos del amor correspondido. Cupido estuvo acertado con sus flechas y Manolita, rauda, se acercó a la muchacha y le dio un beso en la nuca que quedó en los anales del Arco Iris, donde nadie se besaba por detrás sino que se daban piquitos educadísimos en los labios.

Estuvieron bailando toda la noche. Manolita Libertad muy a gusto porque Rosaleda Trakatrá le rascaba la espalda de vez en cuando. Salieron de madrugada de la discoteca, el sol apenas se veía con la grisalla helada, todo era plomo y plomada. Se pusieron de acuerdo ambas dos y se fueron a la calle San Miguel a comerse una crepe, otros le llaman matajambre, estaban aliñados con mermelada de fresa. Después se dieron un beso de tornillo y se abrazaron ante el mar.

Hablaron de lo deliciosas que son las tardes en que una no sale del brasero, del olor del marisco a la plancha y de las rosas de pitiminí, de cómo no se puede alcanzar la raya del horizonte y de la dulzura de las lágrimas. Manolita Libertad estaba emocionada, nunca había podido compartir tanto en tan poco tiempo. Así que se sintió elegida por los dioses y vio en su amada la cara de un ángel.

Rosaleda era silenciosa y sabía tocar muy bien las palmas, más tarde Manolita descubriría que la muchacha no era tímida sino tartamuda y además no tenía sitio para desarrollar la coreografía de su amor. Así que se fueron al chalet del cardiólogo, a la habitación de Manolita Libertad que tenía, en el cabecero de la cama, colgado un póster de Miguel Bosé.

Allí empezaron los juegos previos: Rosaleda le rascaba la cabeza, le acariciaba con su lengua rosada los pezones rosáceos y reían las dos hasta que, de pronto, Manolita se dio cuenta de que las uñas de Rosaleda eran largas, muy largas y llenas de purpurina. ¿Cuál fue su reacción?  Pues miren ustedes: se echó a llorar y entre hipidos acertó a decir: “Mira Rosaleda, a mí me da miedo lo puntiagudo y las palabras esdrújulas”

Rosaleda se comió las lágrimas de Manolita una a una y le dijo que no se asustara, que sus  uñas eran postizas y se puso a quitárselas y las dejó encima de la mesilla de noche. “Gracias, Rosaleda –dijo Manolita- con un tono seductor”. Y se dispusieron a amarse como si hubieran vuelto del abismo y nadaran en un océano de paz. O fueran protagonistas de un haikú traducido al castellano por Emilio Prados y fuese publicado con muchísimo margen, como si le sobrase papel al poeta.

Saciaron sus deseos hasta que escucharon el ruido de la puerta, era Lucinda que había vuelto del internado de Suiza y buscaba la presencia de Manolita. Pero ella no sabía que su sirvienta estaba tan solicitada y, cuando vio a las dos amantes retozando, su pecho se llenó de ira y su cara de colorao. Lucinda sacó el látigo que le habían regalado en su colegio internacional y empezó a insultarla mientras azotaba a las enamoradas.

Se despertaron todos los de la casa y llegó hasta la estancia del placer el cardiólogo con su fonendoscopio, y regañó a su hija porque se sentía inconscientemente atraída por una de distinta clase y del mismo sexo.

Rosaleda, velozmente, se puso las uñas y arañó a los pudientes. Manolita se quedó admirada de la rapidez de su novia que se parecía a Bruce Lee. Salieron corriendo de allí sin mirar atrás, prometiéndose que nunca más servirían a señoritos ni trabajarían para nadie, que se sacarían el carnet de autónomas y se dedicarían a dar el cante.


 
La escritora Ana Ramos, el escritor brasileño Marcos Arzua Barbosa y yo