El jueves 30 de Febrero leí este Poema-océano en la Cafetería La Viajera. Aquí lo comparto con ustedes, que las caras se les llenen de risas.
Rosaleda Trakatrá y Manolita
Libertad
Esta
es la historia de Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad. Manolita era una
comedora de bellotas excepcional, había nacido en los Pedroches debajo de una
encina y estaba acostumbrada a robar frutos secos a los cerditos que más tarde
se hacen jamones. Sí, Señoras y Señoras, este no es un cuento para veganos.
Manolita empezó a servir en casa de un cardiólogo y allí descubrió el sentido
de sus latidos: Sí, era lesbiana. Y se enamoró de la hija del médico. Esta la
miraba con desprecio porque Manolita vestía delantal y cofia y tenía las manos
ásperas de lejía.
Pero,
gracias a su trabajo, Manolita correteó toda la ciudad de Córdoba y, en las
esquinas, se le aparecía un fantasma que le susurraba: “Endogamia, endogamia,
endogamia.” Ella creyó que se trataba de
una enfermedad exagerada como todas las enfermedades. Y descubrió el
respiro cuando el cardiólogo se fue de veraneo a Torremolinos. Y se llevó a
todo el servicio.
Manolita,
exuberante, con su pelo recogido y su afición a las bellotas, se fue a comer a
un restaurante chino y supo más cosas: Que la Gran Muralla es más grande que
las murallas de Córdoba, la bien sitiada. Y que los chinos, a los fritos, les llaman tempura, o ¿eran los japoneses? Después de hincharse de arroz tres delicias se fue a la
discoteca Arco Iris y allí olvidó el
vestido celeste de gasa de su amita, que estaba ahora en un internado en Suiza
y allí era ella la cateta y el hazmerreír de todas las pupilas. Era ella la que
no había leído a Simone Weil y desconocía el concepto de “atención”.
En
cambio Manolita como estaba acostumbrada a los atardeceres de los Pedroches le
fue fácil alternar con la fauna de la Discoteca, se movía por la pista como
pececilla en el agua y, de vez en cuando, se acercaba a la barra para pedirse
un Bitter Kas.
En
una noche insólita, en que sólo se bailaban canciones de la Carrá, Manolita
descubrió la mirada turbia, entre el rímel y las ojeras, de la exquisita
Rosaleda que era sedosa como las plumas de los cisnes blancos y negros.
Se
sucedieron un cúmulo de causalidades, el signo del infinito se dibujó en el
exacto punto en que conectaron y a ambas les hicieron palmas los finos sentimientos
del amor correspondido. Cupido estuvo acertado con sus flechas y Manolita,
rauda, se acercó a la muchacha y le dio un beso en la nuca que quedó en los
anales del Arco Iris, donde nadie se besaba por detrás sino que se daban
piquitos educadísimos en los labios.
Estuvieron
bailando toda la noche. Manolita Libertad muy a gusto porque Rosaleda Trakatrá
le rascaba la espalda de vez en cuando. Salieron de madrugada de la discoteca,
el sol apenas se veía con la grisalla helada, todo era plomo y plomada. Se pusieron
de acuerdo ambas dos y se fueron a la calle San Miguel a comerse una crepe,
otros le llaman matajambre, estaban aliñados con mermelada de fresa. Después se
dieron un beso de tornillo y se abrazaron ante el mar.
Hablaron
de lo deliciosas que son las tardes en que una no sale del brasero, del olor
del marisco a la plancha y de las rosas de pitiminí, de cómo no se puede
alcanzar la raya del horizonte y de la dulzura de las lágrimas. Manolita
Libertad estaba emocionada, nunca había podido compartir tanto en tan poco
tiempo. Así que se sintió elegida por los dioses y vio en su amada la cara de
un ángel.
Rosaleda
era silenciosa y sabía tocar muy bien las palmas, más tarde Manolita
descubriría que la muchacha no era tímida sino tartamuda y además no tenía
sitio para desarrollar la coreografía de su amor. Así que se fueron al chalet
del cardiólogo, a la habitación de Manolita Libertad que tenía, en el cabecero
de la cama, colgado un póster de Miguel Bosé.
Allí
empezaron los juegos previos: Rosaleda le rascaba la cabeza, le acariciaba con
su lengua rosada los pezones rosáceos y reían las dos hasta que, de pronto,
Manolita se dio cuenta de que las uñas de Rosaleda eran largas, muy largas y
llenas de purpurina. ¿Cuál fue su reacción?
Pues miren ustedes: se echó a llorar y entre hipidos acertó a decir:
“Mira Rosaleda, a mí me da miedo lo puntiagudo y las palabras esdrújulas”
Rosaleda
se comió las lágrimas de Manolita una a una y le dijo que no se asustara, que
sus uñas eran postizas y se puso a
quitárselas y las dejó encima de la mesilla de noche. “Gracias, Rosaleda –dijo
Manolita- con un tono seductor”. Y se dispusieron a amarse como si hubieran
vuelto del abismo y nadaran en un océano de paz. O fueran protagonistas de un
haikú traducido al castellano por Emilio Prados y fuese publicado con muchísimo
margen, como si le sobrase papel al poeta.
Saciaron
sus deseos hasta que escucharon el ruido de la puerta, era Lucinda que había
vuelto del internado de Suiza y buscaba la presencia de Manolita. Pero ella no
sabía que su sirvienta estaba tan solicitada y, cuando vio a las dos amantes
retozando, su pecho se llenó de ira y su cara de colorao. Lucinda sacó el
látigo que le habían regalado en su colegio internacional y empezó a insultarla
mientras azotaba a las enamoradas.
Se
despertaron todos los de la casa y llegó hasta la estancia del placer el
cardiólogo con su fonendoscopio, y regañó a su hija porque se sentía
inconscientemente atraída por una de distinta clase y del mismo sexo.
Rosaleda,
velozmente, se puso las uñas y arañó a los pudientes. Manolita se quedó
admirada de la rapidez de su novia que se parecía a Bruce Lee. Salieron
corriendo de allí sin mirar atrás, prometiéndose que nunca más servirían a
señoritos ni trabajarían para nadie, que se sacarían el carnet de autónomas y
se dedicarían a dar el cante.