Todos
pensamos lo mismo al mismo tiempo: en la muerte. Nos vimos, obligados por la
pandemia de Covid, a rumiar sobre el mismo tema al unísono. Nuestras cabezas no
nos pertenecían, se había colado, en el azar de los días y en las agujas del
tiempo, la obsesión por la canina, el miedo a desaparecer. Desvalidos, ante la
inmensidad de las coincidencias que ahora albergábamos tras la frente,
desinfectábamos los objetos, las manos, los pequeños accesorios cotidianos con
la voluntad imperativa de quien quiere salvarse a toda costa. Por una vez todos
éramos iguales: receptores de miedo y desazón.
Esa fue la primera prueba de la
globalización: enseñarnos a jerarquizar familia, amigos y conocidos, aprendimos
a ahorrar en besos, nos acostumbramos a eliminar los contactos, a contar cuántos
podíamos estar en una terraza sentados, mirándonos a los ojos, desconcertados
por los números, la cifra que podíamos permitirnos, iniciábamos la nueva geometría,
los mapas de estos sí, estos no pertenecen a mi tribu. Nuestra cabeza estaba
siendo moldeada por un miedo que aún hoy muchos cultivan encerrados en sus
casas o parapetados en mascarillas. Llegó el tiempo de la poda y de cortar los
abrazos. En eso consistía el nacimiento de la modernidad.
Hoy respiramos ya aires mansos, se
desvanecen las ideas de peligro, pero hay que recordar que por un instante
todos y todas pensábamos los mismo, teníamos como sujeto de nuestras
elucubraciones a la parca, el ritmo de nuestros pasos era el protagonista
principal del baile medieval de la muerte; nos habíamos vuelto medievales. Cuando pudimos salir a la calle ya no andaríamos con el mismo descuido que
antes de la enfermedad, la primera enfermedad de la globalización. Cuando
salimos a la calle el mundo, siendo idéntico a como lo dejamos, se había
convertido en otra fuente distinta de referencias e interpretaciones. ¿Cómo podía
suceder eso?, cómo se obraba el milagro?
Afortunadamente llegaron las vacunas
y con ellas el inicio del olvido: se olvidaron los homenajes a quienes más habían
trabajado, en Madrid se olvidaron de los abuelos. Hubo quien se creyó
invencible, quien poseía un ego descomunal y se creía el protagonista de una
conspiración. Los niños y las niñas aprendieron a jugar de otra manera. Todo
esto, quieras que no, ha influido en nuestra forma de movernos. Por un momento desechamos
las ambiciones que tanto habíamos alimentado para satisfacer a los grandes
ambiciosos, (estos necesitan siempre súbditos que son humus de su dañino desear:
el ambicioso necesita al ambicioso, por eso hoy somos capaces de llorar excesivamente hasta
una reina que no es nuestra).
Y finalmente olvidamos a los cómicos
que tanto nos aliñaron la vida en los días enrejados. Parece que todo ha
acabado, pero no es cierto. Se han quedado, adheridos a nuestra piel, una serie
de mecánicos gestos que siempre seguirán perteneciendo a la pandemia. Al final
todo se reduce a un juego de costumbres que dejan surcos, que dejan huellas. Y
esas marcas tendrán que ser catalogadas si queremos cerrar con objetividad este
acontecimiento, si queremos que las ciencias sociales sigan teniendo un puesto
en nuestra cultura.