sábado, 8 de junio de 2019

Canto a mí misma (Poema Océano leído el 25 de Abril de 2019 en la cafetería La Viajera).




Caminaba por el parque del Cinquantenaire, cerca de las oficinas de la Comunidad Económica Europea, levantaba con mis pies las hojas de Noviembre que caían en el suelo de Bruselas.

Miraba a  los paseantes acompañados de perros, solitarios humanos del nuevo macro país que estábamos conformando, fui a Chez Nicolas, ese local inspirado en una novela de Boris Vian, que estaba en la Avenida de Tervuren.

Allí fue donde me encontré con la funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading, me dijo que en sus ratos libres estudiaba Filología Francesa y que había descubierto, en una librería de lance del balneario de Bath, unas antiguas cartas firmadas por el poeta Rimbaud.

Rimbaud, ese pequeño y caprichoso genio, ese poetilla dormido en el valle de los deseos, ese enamorado de la música de su colega Verlaine. Entonces le dije a la funcionaria de la cárcel de Reading que la invitaba a un thé en la cafetería cercana al edificio de la Bolsa, donde el dinero lo es todo.

Miss. Albertine se llamaba la mujer y yo le confesé que había llegado a Bruselas para escribir mi última novela, esa que hablaría de la nieve y los estanques negros como paradas de metro que huelen a patatas fritas y a gofres.

No se enteró Miss. Albertine que me quería acostar con ella y siguió hablando de Rimbaud, el joven poeta, el poeta niño, tan salvaje en su temporada en el infierno que parecía perdido en un difuso centro comercial. Ella me dijo que las cartas iban dirigidas a Walt   Whitman, entonces le recité los primeros versos de Hojas de hierba:
“Érase un niño que se lanzaba a la aventura todos los días, y en el primer objeto que miraba y aceptaba con asombro, piedad, amor o temor, en ese objeto se convertía”.

Le confesé que yo había llegado a Bélgica para cambiar el mundo literario, que me había embarcado en un sí aparentemente domesticado hasta que pudiera decir no con todas mis fuerzas, que comía en el edificio de la compañía de seguros Winterthur y que me hacía pasar por una aburrida oficinista, que me había convertido en cada uno de los habitantes de la ciudad y que sabía que las olas migratorias serían las grandes cuestiones de nuestro tiempo.

Ella dijo que le aburría la poesía de Whitman y yo le di la razón, andamos recordando cómo se parecía el bardo americano a Verlaine, su barba, su porte, su potencia en la voz sensual, sus ganas de disfrutar de jovenzuelos, sólo que Verlaine era, de vez en cuando, acosado por la culpabilidad y la figura de la madre.

“Vivamos en cada pétalo”, le dije y le compré un reloj de pulsera y le dije al oído: Virginia Woolf, Safo, Cristina de Pizán, Carmen Martín Gaite, Sor Juana Inés de la Cruz, María Zambrano y Marguerite Yourcenar.

Le dije también que, de vez en cuando, iba al Museo de Arte Antiguo porque estaba intentando convertirme en un cuadro de Brueghel. Y que visitaba la librería Tropismes y encargaba libros que olieran a verde mar. Le dije también que no me importaba la posible relación entre Rimbaud y Whitman, que ambos eran pájaros de la noche y que yo quería para nuestra relación la luz del día.

La funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading me habló de Oscar Wilde. La verdad es que esperaba ese momento para lanzarle a la cara el nombre de Teresa Wilms Montt y le espeté con crueldad: “Deja ya de comprarte libros del Carrefour que te llenan la cabeza de desigualdad.” Ella sonrió y me dijo que iba a cometer un acto extremo, yo la miré a sus profundos ojos color de caramelo, a sus pupilas de chocolate negro de Lady Godiva y le pedí que antes me diera un beso. Nos besamos frente a un edificio de ladrillo rojo bañado por una yedra verde, cerca había un buzón de correos.

“Voy a quemar las cartas que Rimbaud le envió a Whitman y éste nunca recibió, las cartas que yo me encontré en Bath y que serían el delirio de los investigadores.” Sonreí con malicia y le dije que en vez de quemarlas se las enviara a la escritora Salvadora Drôme. “¿Quién es esa?” –dijo. “Yo, yo misma, que estoy embarcada en una gran tarea y que en el día de mañana no voy a tener paga de jubilación”.

Entonces compramos un sobre y unos sellos y, sin leerlas siquiera, echamos la carta llena de cartas en el buzón, después caminamos hasta la parada de metro, hasta Schumann, y nos bajamos en la parada de la Bolsa, alegres porque habíamos hecho una buena inversión. Fuimos al salón de thé y pedimos un Earl Grey. Nos miramos y recordamos a la escultora Camille Claudel.

¡Cuántos actos queman en la oscuridad! Todos menos aquella decisión justiciera. ¡Oh Capitán, mi Capitán! Iré a celebrar la luna, las montañas, las veredas y las riquezas de esas cartas que me harán jubilarme con prosperidad. Todo se lo debo a esa enigmática funcionaria de la cárcel de Reading que dejó de comprarse libros en el Carrefour. Toda mi abundancia se la debo a ella, y así he trabajado en paz estos años comiendo sopa calentita y poesía de la buena sin tener que hacerme un seguro de vida.

Porque yo vivía en cada ala de mariposa, en cada verdor que se cuela en las murallas, en cada narración de mis amigas, en cada pez, en la forma de nadar y en cada noche que me reía de la seriedad intelectual. Y así, oh viejo Walt Whitman, espanté la pobreza gracias a tu correspondencia que pienso venderla en una subasta y emborracharme en Málaga, en la fiesta de los tontos, el 28 de Diciembre, mientras escucho el violín y bailo verdiales con mi amor: Miss Violet Albertine.