Caminaba
por el parque del Cinquantenaire, cerca de las oficinas de la Comunidad
Económica Europea, levantaba con mis pies las hojas de Noviembre que caían en
el suelo de Bruselas.
Miraba
a los paseantes acompañados de perros,
solitarios humanos del nuevo macro país que estábamos conformando, fui a Chez
Nicolas, ese local inspirado en una novela de Boris Vian, que estaba en la
Avenida de Tervuren.
Allí
fue donde me encontré con la funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading,
me dijo que en sus ratos libres estudiaba Filología Francesa y que había
descubierto, en una librería de lance del balneario de Bath, unas antiguas
cartas firmadas por el poeta Rimbaud.
Rimbaud,
ese pequeño y caprichoso genio, ese poetilla dormido en el valle de los deseos,
ese enamorado de la música de su colega Verlaine. Entonces le dije a la
funcionaria de la cárcel de Reading que la invitaba a un thé en la cafetería
cercana al edificio de la Bolsa, donde el dinero lo es todo.
Miss.
Albertine se llamaba la mujer y yo le confesé que había llegado a Bruselas para
escribir mi última novela, esa que hablaría de la nieve y los estanques negros
como paradas de metro que huelen a patatas fritas y a gofres.
No
se enteró Miss. Albertine que me quería acostar con ella y siguió hablando de
Rimbaud, el joven poeta, el poeta niño, tan salvaje en su temporada en el
infierno que parecía perdido en un difuso centro comercial. Ella me dijo que
las cartas iban dirigidas a Walt
Whitman, entonces le recité los primeros versos de Hojas de hierba:
“Érase
un niño que se lanzaba a la aventura todos los días, y en el primer objeto que
miraba y aceptaba con asombro, piedad, amor o temor, en ese objeto se
convertía”.
Le
confesé que yo había llegado a Bélgica para cambiar el mundo literario, que me
había embarcado en un sí aparentemente domesticado hasta que pudiera decir no
con todas mis fuerzas, que comía en el edificio de la compañía de seguros
Winterthur y que me hacía pasar por una aburrida oficinista, que me había
convertido en cada uno de los habitantes de la ciudad y que sabía que las olas
migratorias serían las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
Ella
dijo que le aburría la poesía de Whitman y yo le di la razón, andamos
recordando cómo se parecía el bardo americano a Verlaine, su barba, su porte,
su potencia en la voz sensual, sus ganas de disfrutar de jovenzuelos, sólo que
Verlaine era, de vez en cuando, acosado por la culpabilidad y la figura de la
madre.
“Vivamos
en cada pétalo”, le dije y le compré un reloj de pulsera y le dije al oído:
Virginia Woolf, Safo, Cristina de Pizán, Carmen Martín Gaite, Sor Juana Inés de
la Cruz, María Zambrano y Marguerite Yourcenar.
Le
dije también que, de vez en cuando, iba al Museo de Arte Antiguo porque estaba
intentando convertirme en un cuadro de Brueghel. Y que visitaba la librería
Tropismes y encargaba libros que olieran a verde mar. Le dije también que no me
importaba la posible relación entre Rimbaud y Whitman, que ambos eran pájaros
de la noche y que yo quería para nuestra relación la luz del día.
La
funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading me habló de Oscar Wilde. La
verdad es que esperaba ese momento para lanzarle a la cara el nombre de Teresa
Wilms Montt y le espeté con crueldad: “Deja ya de comprarte libros del
Carrefour que te llenan la cabeza de desigualdad.” Ella sonrió y me dijo que
iba a cometer un acto extremo, yo la miré a sus profundos ojos color de
caramelo, a sus pupilas de chocolate negro de Lady Godiva y le pedí que antes
me diera un beso. Nos besamos frente a un edificio de ladrillo rojo bañado por
una yedra verde, cerca había un buzón de correos.
“Voy
a quemar las cartas que Rimbaud le envió a Whitman y éste nunca recibió, las
cartas que yo me encontré en Bath y que serían el delirio de los
investigadores.” Sonreí con malicia y le dije que en vez de quemarlas se las
enviara a la escritora Salvadora Drôme. “¿Quién es esa?” –dijo. “Yo, yo misma,
que estoy embarcada en una gran tarea y que en el día de mañana no voy a tener
paga de jubilación”.
Entonces
compramos un sobre y unos sellos y, sin leerlas siquiera, echamos la carta llena de cartas en
el buzón, después caminamos hasta la parada de metro, hasta Schumann, y nos
bajamos en la parada de la Bolsa, alegres porque habíamos hecho una buena
inversión. Fuimos al salón de thé y pedimos un Earl Grey. Nos miramos y
recordamos a la escultora Camille Claudel.
¡Cuántos
actos queman en la oscuridad! Todos menos aquella decisión justiciera. ¡Oh
Capitán, mi Capitán! Iré a celebrar la luna, las montañas, las veredas y las
riquezas de esas cartas que me harán jubilarme con prosperidad. Todo se lo debo
a esa enigmática funcionaria de la cárcel de Reading que dejó de comprarse
libros en el Carrefour. Toda mi abundancia se la debo a ella, y así he
trabajado en paz estos años comiendo sopa calentita y poesía de la buena sin
tener que hacerme un seguro de vida.
Porque
yo vivía en cada ala de mariposa, en cada verdor que se cuela en las murallas,
en cada narración de mis amigas, en cada pez, en la forma de nadar y en cada
noche que me reía de la seriedad intelectual. Y así, oh viejo Walt Whitman, espanté la pobreza gracias a tu correspondencia que pienso venderla en una
subasta y emborracharme en Málaga, en la fiesta de los tontos, el 28 de
Diciembre, mientras escucho el violín y bailo verdiales con mi amor: Miss
Violet Albertine.