sábado, 6 de julio de 2019

El arte de conversar




Llega el tiempo de tomar el fresco en la calle, de hilar palabras sin prisas, sin el fervor por lo instantáneo y veloz, sin la chapucería del ahogamiento en el decir, sin esas ansias de pisar la palabra de otra persona para, vorazmente, humillarla. Llega el tiempo de no competir, del diálogo para la paz del alma. Hay que estar tranquilas y dormir bien: el nivel intelectual que está adquiriendo el discurso político nos obliga a estar despiertas y alertas para no contagiarnos.

         Esa será nuestra próxima ofrenda de héroes y heroínas de la democracia: no dejarse llevar por el poco aprecio al respeto ni por la altanería chulesca de lo neofacha. No rendirse, pero tampoco despeñarse porque los arribistas del ritmo acelerado intenten apabullarnos. Debemos aprender de la personalidad de las gatas y de aquellos que acarician el idioma como un lugar de producción de la paz.

         Habla David Le Breton en su libro El Silencio de una palabra incesante que no quiere réplica, que no fluye de ninguna conversación sino que es una variante parlanchina del autismo. A estos seres ensimismados que nos ofrecen una apariencia de diálogo debemos enseñarles que no estamos dispuestas a ser sus marionetas del habla, que no queremos acoger en nuestras mentes relatos tan poco participativos y, con frecuencia, soeces. Que no estamos dispuestas a ser contagiadas por la frivolidad y la insania que es acoger nombres y verbos desmarañados y no pensados, decires sin consecuencias amables.

         Para defendernos de estos barullos no hay nada mejor que leer libros pequeños, de esos que cuando acabas debes empezar de nuevo y que guardan la sincera afectividad de que es posible construir algo juntos, aunque sea sólo una cita humilde para tomar café y oler el mar. Ya está, tampoco necesitamos tanto: respetar los olmos, ver volar las cometas, estrenar un vestido hecho sin desigualdad, respirar hondamente, pasear despacio mientras sonreímos al viento. Al vent.

         Y es que tenemos que dejar claro a nuestros políticos que no estamos dispuestos a aceptar la mala educación como norma, como si estuvieran embotados por el alcohol y el dogmatismo, como si les hubieran inyectado el frenesí de un gol infinito que produce un Estado de gente dopada por una euforia burda, ramplona, encolerizada.

         Así que no nos dejemos contaminar por esos heraldos de la rabia y mantengamos la calma despierta de la gente de bien, de alguien que quiere ser bueno y no herir. Y pongamos en su sitio a esos que sólo buscan protagonismo dejándolos solos en el escenario.