Llega
el tiempo de tomar el fresco en la calle, de hilar palabras sin prisas, sin el
fervor por lo instantáneo y veloz, sin la chapucería del ahogamiento en el
decir, sin esas ansias de pisar la palabra de otra persona para, vorazmente,
humillarla. Llega el tiempo de no competir, del diálogo para la paz del alma.
Hay que estar tranquilas y dormir bien: el nivel intelectual que está
adquiriendo el discurso político nos obliga a estar despiertas y alertas para
no contagiarnos.
Esa será nuestra próxima ofrenda de héroes
y heroínas de la democracia: no dejarse llevar por el poco aprecio al respeto ni por la altanería chulesca de lo neofacha. No rendirse, pero tampoco despeñarse
porque los arribistas del ritmo acelerado intenten apabullarnos. Debemos
aprender de la personalidad de las gatas y de aquellos que acarician el idioma
como un lugar de producción de la paz.
Habla David Le Breton en su libro El Silencio de una palabra incesante que
no quiere réplica, que no fluye de ninguna conversación sino que es una
variante parlanchina del autismo. A estos seres ensimismados que nos ofrecen
una apariencia de diálogo debemos enseñarles que no estamos dispuestas a ser
sus marionetas del habla, que no queremos acoger en nuestras mentes relatos tan
poco participativos y, con frecuencia, soeces. Que no estamos dispuestas a ser
contagiadas por la frivolidad y la insania que es acoger nombres y verbos
desmarañados y no pensados, decires sin consecuencias amables.
Para defendernos de estos barullos no
hay nada mejor que leer libros pequeños, de esos que cuando acabas debes
empezar de nuevo y que guardan la sincera afectividad de que es posible
construir algo juntos, aunque sea sólo una cita humilde para tomar café y oler
el mar. Ya está, tampoco necesitamos tanto: respetar los olmos, ver volar las
cometas, estrenar un vestido hecho sin desigualdad, respirar hondamente, pasear
despacio mientras sonreímos al viento. Al vent.
Y es que tenemos que dejar claro a
nuestros políticos que no estamos dispuestos a aceptar la mala educación como
norma, como si estuvieran embotados por el alcohol y el dogmatismo, como si les hubieran inyectado el frenesí de un gol infinito que produce un Estado de gente
dopada por una euforia burda, ramplona, encolerizada.
Así que no nos dejemos contaminar por
esos heraldos de la rabia y mantengamos la calma despierta de la gente de bien,
de alguien que quiere ser bueno y no herir. Y pongamos en su sitio a esos que
sólo buscan protagonismo dejándolos solos en el escenario.