La
palabra Granada tiene para mí muchas evocaciones: recoge el existir de mi
existencia de estudiante, la hermosura del fruto con su arquitectura sabrosa y
rojiza o me recuerda al cine de verano Delicias, donde las imágenes de la
película se deslizan en una muralla encalada.
La ciudad de Granada me devuelve la
alegría de la nieve, el helor que quema de las noches iniciales del amor, las
mejillas de mi amante que me llevan a establecer comparaciones con el Cantar de los cantares y la suculencia
de las tapas que nos ofrecen en los bares, también me retrotrae a los helados
de Los Italianos y me devuelve el aroma
de la amistad: mis amigas de Granada, que tanto quiero y tanto me han hecho
crecer.
De chica me comía sus granos luminosos
con la ternura que mi madre le dedicaba para sacar los hermosos gajos. Mi madre
decía que se parecían a la cresta de los gallos y reíamos mientras comíamos.
No sabemos la riqueza que tenemos en
nuestras calles: el olmo centenario, las acacias de Constantinopla con su flor
indecisa y rosada, los cipreses de la Mezquita, los ciruelos, el ceibo del
Jardín de Orive, el Jardín Botánico con su colección de plantas, la famosa
palmera de la Arruzafa…
Tenemos una gran cuenta corriente de
árboles y olorosos arbustos, es menester que los cuidemos, son seres de una
gran complejidad formal, yo creo que acabaremos aprendiendo de su naturaleza
rizomática, Deleuze ya lo predijo.
También tenemos la dama de noche, los jazmines
y los rosales del Vial, todos ellos se conjugan con las caricias veraniegas y
componen una rítmica sinfonía: el olor del sexo, el olor de la amada o del
amado, el olor que tanto apreciamos como si fuera la cosa más concreta que
existe.
Porque el amor fluye en verano como si
fuera una fuente del Generalife o el sonido del mar, que nos llega incluso si
está lejos, dentro de la caracola que es su estuche y su residencia, su estar y
no estar como las luciérnagas o la elegancia de decirlo todo sin decir nada.
Que pasen ustedes un buen estío.