sábado, 27 de julio de 2019

Granada




La palabra Granada tiene para mí muchas evocaciones: recoge el existir de mi existencia de estudiante, la hermosura del fruto con su arquitectura sabrosa y rojiza o me recuerda al cine de verano Delicias, donde las imágenes de la película se deslizan en una muralla encalada.

         La ciudad de Granada me devuelve la alegría de la nieve, el helor que quema de las noches iniciales del amor, las mejillas de mi amante que me llevan a establecer comparaciones con el Cantar de los cantares y la suculencia de las tapas que nos ofrecen en los bares, también me retrotrae a los helados de Los Italianos y me devuelve el aroma de la amistad: mis amigas de Granada, que tanto quiero y tanto me han hecho crecer.

         De chica me comía sus granos luminosos con la ternura que mi madre le dedicaba para sacar los hermosos gajos. Mi madre decía que se parecían a la cresta de los gallos y reíamos mientras comíamos.

         No sabemos la riqueza que tenemos en nuestras calles: el olmo centenario, las acacias de Constantinopla con su flor indecisa y rosada, los cipreses de la Mezquita, los ciruelos, el ceibo del Jardín de Orive, el Jardín Botánico con su colección de plantas, la famosa palmera de la Arruzafa…

         Tenemos una gran cuenta corriente de árboles y olorosos arbustos, es menester que los cuidemos, son seres de una gran complejidad formal, yo creo que acabaremos aprendiendo de su naturaleza rizomática, Deleuze ya lo predijo.

         También tenemos la dama de noche, los jazmines y los rosales del Vial, todos ellos se conjugan con las caricias veraniegas y componen una rítmica sinfonía: el olor del sexo, el olor de la amada o del amado, el olor que tanto apreciamos como si fuera la cosa más concreta que existe.

         Porque el amor fluye en verano como si fuera una fuente del Generalife o el sonido del mar, que nos llega incluso si está lejos, dentro de la caracola que es su estuche y su residencia, su estar y no estar como las luciérnagas o la elegancia de decirlo todo sin decir nada.

         Que pasen ustedes un buen estío.







sábado, 20 de julio de 2019

Alba




Según el Vocabulario Popular Malagueño de Juan Cepas se llaman “boquerones de alba” a los pescados al amanecer, que son los de mejor calidad. Este es un significado hermoso y concreto que va más allá de la luz y de la trascendencia, que nos ayuda a concebir el mundo como plateado, saltarín y sabroso, que nos hunde en el mar: en la Playa de los Álamos o en el Rincón de la Victoria, en la bocana del Puerto, en la línea inasible del horizonte que se ve desde el Parador.

         Pero mi sobrina Alba va más allá de los significados heredados o de la idea de parecerse a alguien, ella es una vanguardista que se atreve a viajar hasta Guatemala como voluntaria en una ONG o nos sorprende a toda la familia con su sentido del respeto y la conciliación. Y finalmente se embarca como enfermera en el Reino Unido sin olvidar por un momento sus convicciones feministas y su sentido de la justicia.

         Su personalidad es siempre una grata sorpresa, su saber responsable y espontáneo nos cautiva y nos hace a todos estar agradecidos por su existencia. Su idea del cuidado nos hace reflexionar sobre cómo la tarea de la cuidadora es la más excelsa. Y su inteligencia es aguda y divertida, llena de sentido del humor.

         Ella es algo más que amanecer, ella es el reflejo del amanecer en su sonrisa y yo quisiera que nunca olvidara lo que la admiro, lo que la admiramos todos.

         Debajo de esa risa que es como las aguas de Maro, como el revuelo que provoca la mansa lluvia, se adivina una voluntad concienzuda y un crecimiento maduro a pesar de su juventud. Para mayor alegría le gusta escribir y meditar sinceramente cada vivencia, es valiente, es muy valiente y cordial.

         Ya lo he dicho: no quisiera que olvidara nunca que la admiro, y la animo desde aquí en sus múltiples viajes y aventuras, proyectos e ilusiones. Tenemos que aprender mucho de esta generación de mujeres que tienen un alma tan generosa.

         Felicidades Alba por existir y por todo lo que nos enseñas cada día. 





sábado, 13 de julio de 2019

Aguafiestas




Cuando doy algún taller de escritura creativa o hablo en general de literatura siempre sale el tema del silencio. Entonces recuerdo aquella cita de Paul Celan que le sirve a Dulce Chacón para enmarcar su novela La voz dormida: “En vano dibujas corazones en la ventana: / el caudillo del silencio / abajo, en el patio del castillo, alista soldados.”

         Después recurro al libro de Inés Bustos Sánchez Trastornos de la voz en la edad escolar y miramos detenidamente los dibujos sobre posturas corporales y su influencia en el ejercicio del hablar.

         Más tarde propongo la lectura de la primera página de La lengua absuelta de Elias Canetti y reflexionamos sobre el doloroso sentir de la mudez obligada.

         Una vez que se tienen claras las exigencias del silencio político, educativo y familiar les explico a los participantes qué es un troll.

         Un troll es una figura monstruosa del folclore escandinavo, esta palabra la han acogido los internautas para señalar a aquellos que disfrutan engendrando incómodas emociones en los demás, alguien que provoca malestar, incita a la pelea, se hace la falsa víctima, procura dejarte mal sabor de boca. Vaya, lo que en español viene siendo un aguafiestas.

         Hay que alejarse de ese tipo de gentes, no se puede pactar ni establecer lazos de amistad con ellos pues lo único que quieren es desgarrarte por dentro, estrujarte las tripas, cosificarte, y llenarse con la ira de una victoria espuria. Son egocéntricos a no poder más e irrespetuosos con los progresos conseguidos por el esfuerzo general de mujeres y hombres que saben lo que es estar educados cívicamente.

         Ellos andan del Norte al Sur, del Este al Oeste jugando zafiamente a ser más inteligentes que nadie, jugando a engañar a todos, riéndose de la historia, de las fosas comunes y de la lucha LGTBIQ.

         Un troll es alguien que cuenta chistes que sólo hace gracia a sí mismo, que no sabe compartir la risa clara y colaborativa. Y nosotras únicamente queremos recibir cartas escritas desde la honestidad de un corazón diverso que no esté dispuesto a convertir a las mujeres en vientres de alquiler, en hornos para sus caprichos.






sábado, 6 de julio de 2019

El arte de conversar




Llega el tiempo de tomar el fresco en la calle, de hilar palabras sin prisas, sin el fervor por lo instantáneo y veloz, sin la chapucería del ahogamiento en el decir, sin esas ansias de pisar la palabra de otra persona para, vorazmente, humillarla. Llega el tiempo de no competir, del diálogo para la paz del alma. Hay que estar tranquilas y dormir bien: el nivel intelectual que está adquiriendo el discurso político nos obliga a estar despiertas y alertas para no contagiarnos.

         Esa será nuestra próxima ofrenda de héroes y heroínas de la democracia: no dejarse llevar por el poco aprecio al respeto ni por la altanería chulesca de lo neofacha. No rendirse, pero tampoco despeñarse porque los arribistas del ritmo acelerado intenten apabullarnos. Debemos aprender de la personalidad de las gatas y de aquellos que acarician el idioma como un lugar de producción de la paz.

         Habla David Le Breton en su libro El Silencio de una palabra incesante que no quiere réplica, que no fluye de ninguna conversación sino que es una variante parlanchina del autismo. A estos seres ensimismados que nos ofrecen una apariencia de diálogo debemos enseñarles que no estamos dispuestas a ser sus marionetas del habla, que no queremos acoger en nuestras mentes relatos tan poco participativos y, con frecuencia, soeces. Que no estamos dispuestas a ser contagiadas por la frivolidad y la insania que es acoger nombres y verbos desmarañados y no pensados, decires sin consecuencias amables.

         Para defendernos de estos barullos no hay nada mejor que leer libros pequeños, de esos que cuando acabas debes empezar de nuevo y que guardan la sincera afectividad de que es posible construir algo juntos, aunque sea sólo una cita humilde para tomar café y oler el mar. Ya está, tampoco necesitamos tanto: respetar los olmos, ver volar las cometas, estrenar un vestido hecho sin desigualdad, respirar hondamente, pasear despacio mientras sonreímos al viento. Al vent.

         Y es que tenemos que dejar claro a nuestros políticos que no estamos dispuestos a aceptar la mala educación como norma, como si estuvieran embotados por el alcohol y el dogmatismo, como si les hubieran inyectado el frenesí de un gol infinito que produce un Estado de gente dopada por una euforia burda, ramplona, encolerizada.

         Así que no nos dejemos contaminar por esos heraldos de la rabia y mantengamos la calma despierta de la gente de bien, de alguien que quiere ser bueno y no herir. Y pongamos en su sitio a esos que sólo buscan protagonismo dejándolos solos en el escenario.